Castigos que acaban con todo

Castigos que acaban con todo

Rompen el vínculo, bloquean el aprendizaje y nos alejan del verdadero sentido de educar.

 

Hace un rato estaba comentando que no sabía sobre qué escribir exactamente. La sugerencia, suavizándola, era algo así como: “cargárselo todo”. Mi respuesta: “je, no puedo, tengo que hablar de educación”. La sugerencia entonces ha sido, que enseñe como hacerlo “bien”. Casi nada, ¿verdad?

De camino a casa, un hombre apoyado en su coche, mal aparcado entre una esquina y un paso de peatones (sí, obstaculizando el tráfico, la visibilidad, etc.) estaba tomándose la licencia de decirle a una mamá cuyo hijo tenía lo que llamaríamos coloquialmente una rabieta: “se nota que a ese niño le castigas poco”.

Un poco más adelante me he cruzado con un perro con collar de ahorque al que le han dado un buen tirón solo por hacer cosas de perro…

Esto puede ser un día cualquiera, un momento cualquiera de mirar a nuestro alrededor. Me planteo si no será tan mala idea eso de cargárselo todo o si más bien ya nos lo hemos cargado tanto que tomamos los castigos como algo tan natural que incluso osamos a llamarlos educativos.

El castigo indica que algo falla

Si algo tengo claro es que la educación, educar en cualquier contexto, a cualquier especie, no debería ser sinónimo de castigo. ¡Pero aquí estamos! Con larga tradición en confundir castigo y educación tantas veces que cuesta cuestionarse si eso de gritar, imponer, dar toques o controlar son realmente formas válidas (o incluso éticas) de enseñar algo.

El castigo no enseña, no educa, no genera entendimiento.

El castigo asusta, reprime, paraliza y, en el mejor de los casos, detiene una conducta momentáneamente. De forma habitual, el castigo rompe la confianza, daña el vínculo, perpetúa un ciclo de miedo, frustración y control que debilita vínculos y rompe relaciones.

Claramente, castigar no es educar, es simplemente la evidencia de que algo ha fallado.

En perros, por ejemplo, los castigos son el detonante de muchísimas agresiones. Me pregunto (bueno, realmente no me lo pregunto, lo tengo claro) si son agresiones o solo son el medio que les queda para librarse de lo que les sucede.

En criaturas, podemos observar prácticamente lo mismo. En personas adultas… va, ¿de verdad nos importa aprender, o solo que no nos pillen?¿o solo las consecuencias? Ay, ay, ay, el aprendizaje.

¿Será que eso que interpretamos como desobediencia, agresividad o rebeldía es sencillamente una reacción defensiva frente a una situación violenta por injusta o incomprensible?

¿Qué entendemos por castigo?

El primer problema es semántico: no siempre tenemos claro qué es un castigo. Conociendo la terminología (adjunto cuadro para quién no la conozca) podemos observar que no siempre hablamos de forma “correcta” sobre los castigos. Sin embargo, no toda la población tiene porqué conocerla, por lo que, de forma generalizada, cuándo se habla de castigos, hablamos de algo desagradable para el individuo que se realiza con la intención de que cese el comportamiento en cuestión que está realizando.

“No existe un medidor de castigos estándar que nos diga si un grito está en el punto 3 o 7 de castigo, pero es un hecho que un grito es un castigo no físico activo (como también lo es amenazar, menospreciar, atemorizar…)”.Marí, C. (2013)

Castigar no es solo golpear. Castigar es imponer dolor, miedo, tensión o desagrado como método para modificar una conducta. Puede ser activo (como gritar o corregir físicamente) o pasivo (como ignorar de manera hiriente, retirar afecto o amenazar con consecuencias). El castigo, al final, es un atajo que en realidad no lleva a ninguna parte. Al menos, no a la que deseamos.

El contexto emocional del castigo

Aplicamos castigos cuando aflora nuestra frustración. Castigamos al perder nuestro propio equilibrio.

Cuando a las personas les ‘falla la paciencia’, desaparece la tolerancia. Cuando el estrés oprime, aparecen los gritos.

Así que, el castigo no es solo una estrategia, sino un reflejo. Reflejo de nuestro cansancio, de nuestra falta de recursos, de nuestro deseo desesperado de control cuando sentimos que perdemos el rumbo.

Y esto, por supuesto, no es exclusivo de la convivencia con perros. También actuamos así con las personas, incluso con nosotras mismas. El castigo, en muchos casos, es una forma de descargar la tensión que no sabemos canalizar de otro modo.

Es habitual escuchar: “yo le castigué y dejó de hacerlo”. Y sí, es cierto que muchas veces el castigo detiene una conducta. Pero ¿a qué coste? ¿Y por cuánto tiempo?

¿Enseña el castigo la conducta que SÍ queremos?

Para, quieta, eso no, no ladres, no juegues, no corras, no tires, no chilles.

Así, sin entrar en golpes, tirones o amenazas, factores que agravarían bastante más la situación.

El uso del castigo es una gran limitación que, además de no indicar qué conducta sí queremos (a no ser que sea que nos teman), frustra. Castigar no educa, aunque a veces detenga de forma temporal un comportamiento que nos incomoda.

Los castigos estropean y destruyen la relación. Cuando un individuo está amenazado no vive, sobrevive.

Convivir desde la supervivencia no solo nos aleja del objetivo educativo, sino que pone en riesgo el bienestar y la salud.

Autoridad, jerarquía y alfalfa

Que el castigo se disfraza de pseudo autoridad no es un secreto. Diariamente hay personas convencidas de que castiga quién manda, quien pone orden, quién tiene el poder… Ciertamente, tener que recurrir al castigo no indica precisamente seguridad.

“Hay personas que no se sienten mal al aplicar castigos, más bien todo lo contrario: defienden los castigos y su “posición” de “mandamás”. Creo firmemente que esta gente, aunque sea de forma inconsciente también se siente mal y que si tuviera los recursos necesarios tampoco usaría castigos. Es más, estoy convencida que cuando más feliz es una persona menos castigos aplica”Marí, C. (2013)

Más de una década después sigo pensando lo mismo. Una persona segura, empática, formada, con recursos y sentido común no necesita castigar. Se puede guiar e incluso poner límites sin dañar, sin imponer, sin romper.

Educar sin castigar no es “dejar hacer y que se apañen”, es acompañamiento, responsabilidad y presencia.

Aprovecho para dejar un breve apunte sobre líderes de manada, brevísimo. Manada: miembros de la misma especie. La huella filial de los perros se desarrolla antes de las 12 semanas de vida, eso les permite reconocerse como especie. ¿Las personas sabemos que somos personas? Lo siento, aquí no cabe que una persona se sienta el líder de ninguna manada (y mucho menos que emplee la violencia para ello)

Y, por si acaso, en humana tampoco tiene ningún tipo de justificación estas tiranías.

Desconocimiento, inercia, agotamiento y quedar bien

Es un hecho que, consciente o inconscientemente seguimos castigando. Porque siempre ha sido así, porque no tenemos más recursos en nuestro “disco duro”, porque vivimos en el agotamiento, en la frustración.

Puede que no sepamos hacerlo de otra manera, pero sabemos que hay otras maneras. Está en nuestra mano buscarlas, aprenderlas y practicarlas, aunque nos llevemos errores en el camino.

Lo que sí que podemos hacer desde ya es dejar de justificar la necesidad del castigo en la educación y convivencia.

Para construir relaciones basadas en el respeto nos sobra miedo y nos falta comprensión. El castigo no tiene cabida en los vínculos sanos.

Tomemos el castigo como un obstáculo, como una trampa emocional, como ese error fruto de nuestra frustración que no es precisamente una herramienta en pro del bienestar y la educación.

Y vuelvo al principio.Cargárselo todo, sí. Cargarse el castigo como sistema, como reflejo, como hábito.Cargárselo para dar paso a algo mucho más poderoso: educar sin dañar.

¿Nos ponemos a ello?

M Cinta Marí Marco. Educadora Canina. Estudiante grado Pedagogía UNED

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