Cuento Atemporal

Cuento Atemporal

Para alguien que se sienta especial sin serlo; para alguien que lo sea y no se sienta; para alguien a quien se lo hayan dicho y no se lo crea; para alguien que lo haya dicho y no le crean; para todos, porque todos somos únicos y especiales.

 

La vida no se lo había puesto fácil, no había sido un camino de rosas…bueno, de rosas sí, pero con muchas espinas. Le había dejado heridas en el cuerpo y en el alma. Las del cuerpo, las que cicatrizan, se habían ido diluyendo, algunas. De otras heridas había querido dejar constancia en forma de tatuaje, a fuego, para que no se le olvidaran nunca.

Las cicatrices del alma, esas sí que dolían. Le quedó una sensación de no ser importante para nadie, de pensar que todo el mundo iba en su contra. Tenía un
corazón más grande que un planeta, pero la gente no lo veía. En su interior quería hacer todo el bien que no había recibido, quería salvar el mundo. Pero no se daba cuenta de que las cosas no solo ni siempre dependen de uno mismo.

Había llegado a dudar tanto del resto de los mortales que cuando se le presentaban personas sinceras, desnudas y desprovistas de mala intención, no sabía verlas, siempre tenía un poso de duda. Se negaba a aceptar, se negaba a comprender que para esas personas significara algo. Incluso se negaba a reconocer lo valiosas que eran, que habían estado de alguna manera acechando, esperando el mejor momento de aparecer en su vida. En el fondo no quería abrirse, no quería seguir sufriendo más por los demás.

No podía soportar las injusticias del mundo, que la gente no respondiera ni actuar de acuerdo a su buena voluntad, la suya propia, que cada uno fuera a lo suyo; en realidad, no es que cada uno fuera a lo suyo, era, simplemente, que tenían otra forma de ver y afrontar las cosas.

Un día se le cayó la venda de los ojos, esos ojos que siempre habían mirado de frente; esos ojos tan duros a veces, pero tan cálidos cuando veía el dolor ajeno; quiso disfrutar, quiso vivir, pero ya apenas sabía cómo. Tenía cansancio acumulado, se le había olvidado hasta llorar. Había pasado tanto tiempo sin ver, que la luz le molestaba.

Afortunadamente tenía gente a su alrededor que se preocupaba; ahora solo faltaba que se dejara guiar, que cogiera la mano que se le tendía, que venciera su eterna duda hacia los demás, que quisiera, que se atreviera a hacerlo. Y ganas no le faltaban, pero era complicado. Tenía que sobreponerse a todo y a todos, incluso a sí mismo. No fue imposible, difícil sí, pero no imposible.

Que estas cuatro letras mal puestas sirvan como regalo a alguien especial.

Elena Rodríguez
Docente discente.