Con la venia: Cerrados están mis queridos bares de costumbre. Hoy es fiesta, y los dueños tienen familia que atender. También se merecen un descanso de cuando en vez, los pobrecitos míos.
Recalo a merendar en una desas desayunerías de horario alargado y servicios múltiples; pan, pasteles, tartas, bocatas suculentos, café, cervezas, vinos, licores varios.
Está todo limpio. Bien atendido por tres diligentes camareras. No atruenan los neostandarts que suenan versionados por voz femenina. Se ve modernito sin pretensiones. Hay asientos cómodos de sobra. Los precios no producen gastritis, prima facie.
Un solo detalle negativo; al fondo hay una metálica lámpara de techo, tan articulada como horrorosa, que me recuerda de inmediato a uno de mis innumerables cuñados, conocido como La Arañufla por cuantos tuvimos la desgracia de soportarlo. Pero es un mal menor. La lámpara digo, que no el cuñado infame.
Me siento en una mesa individual, pido un americano con agua, ( no la lavativa recolada que se suele perpetrar ahora ), y la porción de tarta que me guiñó el ojo al entrar; una SanJesús guapa, y bien cumplida de tamaño. En un parpadeo estoy servido.
Despliego el recado de escribir, planeando bellos e interesantes párrafos que hagan las delicias de los lectores, cuando llega una pareja. Se acomodan un par de mesas más allá. Somos los únicos clientes en la sala.
Ambos son jóvenes aun, en la treintena larga él, en la media ella. No muy altos, pero macizos de cuerpo. De los que, si no llevan mucho cuidado, engordarán notablemente en un lustro o tal vez menos. Arrastra él una pierna, y un brazo tiene sobretenso, aunque no mucho. Van vestidos sin excesos para la ocasión, lo que me agrada. La atención que él prodiga, las sonrisas della, y las miradas conque se leen uno al otro, declaran que es la cita primera.
Miro la carga de batería de la tableta, activo el Blutús, pruebo el teclado, consulto notas. Todo ello mientras me regalo café y tarta, que no me defraudan por cierto. Remando tecleos y saboreos, evadido me hallo. Estoy al otro lado, cavilando.
Al rato me entran, como por casualidad. Es vaivén de voces, suave pero claro. Sin mirarlos oigo la melodía, reconociendo la pieza.
El violín della suena un poco lastimero y ostinato. Quiere sobrevivir, en otro escenario, al recuerdo de un país que no la nutría. Busca la certezas que se le negaron, la calma que no puede alcanzar ahora. El oboe dél da las seguridades que puede, respetuoso, buscando ser querido, prometiendo querer, reconociendo su falta de destreza en los dúos, admitiendo las faltas de su instrumento, que intenta suplir con cierto brío.
No suenan todas las notas empastadas, las calan, las tantean, a veces desafinan, repiten pasajes. No han podido ensayar. Pero suenan honrados, y se les nota el ansia de mejorar. Quieren sonar como soñaron.
Recojo todo lo mío. Lo que hasta aquí escuché es hermoso, y para mi más que suficiente. El resto les pertenece a ellos. Cuando voy a la barra a pagar, los miro al paso. Se han cogido de las manos; se miran con una primera confianza, con un primer afecto. Hay un principio de alegría en sus caras.
Salgo a la calle deseando toda suerte de venturas a estos dos. Felicitándome por haber visto un cariño que empieza.
Y deseando a todos la misma buena tarde de la que ahora disfruto.
B.S.R.
Buscar en Yutús.
El día que me quieras.
Al cante: Diego el Cigala.
Al toque: Juanjo Domínguez.
Manolodíaz.