El poder de la mentira.
Un trampantojo es una técnica artística donde se crea una ilusión óptica para hacer que los objetos de una pintura o ilustración parezcan reales. Me permito jugar con esa palabra y el apellido del flamante presidente de EEUU para establecer una similitud con la forma en que ha llegado a la Casa Blanca.
La RAE define democracia como «doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno». Los ciudadanos, a través de sus votos, eligen unos representantes políticos para que les gobiernen. Esa elección debe ser con libre consciencia tras conocer las medidas propuestas por unos y otros partidos.
Vayamos a un escenario teóricamente democrático, pero alterado: un tipo millonario, heredero de una familia ya enriquecida con negocios inmobiliarios, cuyo imperio levanta con numerosas demandas civiles por fraude, se mete en política y llega a ser presidente de EEUU. Este tipo está declarado responsable de abuso sexual y difamación, y se le condenó por falsificación de registros comerciales relacionados con pagos a la actriz de cine porno Stormy Daniels. Ha estado encausado por otros delitos, desestimados por su inmunidad presidencial, entre los que está su interferencia en el proceso electoral de 2020, cuando presionó a funcionarios estatales y al entonces vicepresidente Mike Pence para que mintieran sobre los resultados, y difundió sin descanso afirmaciones falsas que incitaron a sus seguidores a atacar violentamente el Capitolio, lo que provocó la muerte de cuatro policías.
Donald Trump, el presidente de uno de los países más poderosos e influyentes del planeta es un delincuente que, como hemos visto, no acepta los resultados electorales de la democracia más que cuando le favorecen.
¿Y cómo consigue que le favorezcan? Una gran parte del pueblo americano confunde política con economía. Su único propósito es vivir mejor, con muchas posesiones y alta calidad de vida, algo lícito si no se olvidaran de que la política contempla más aspectos: sanidad, educación, libertad de expresión, igualdad, solidaridad, respeto a las minorías diferentes y sobre todo, justicia. Y a Trump, como hemos visto, la justicia le importa poco, de hecho él mismo es un infractor con condenas. Muchos ciudadanos estadounidenses, influidos por una orquestada maquinaria de mentiras, bulos, exageraciones y argumentos esperpénticos, de poca o ninguna relevancia, pero muy efectivos desde el punto de vista del marketing —como que los inmigrantes se comen a las mascotas de los ciudadanos de bien— se han convencido de que con Trump vivirán mejor, sin importarles que sea un delincuente con ideas próximas al fascismo. El poderoso marketing del miedo y el capitalismo más salvaje y deshumanizado han vencido. El atentando fallido que dañó su oreja multiplicó su popularidad. Trump dijo que Dios le había protegido. Su espíritu religioso para nada lo aplica a sus políticas, carentes de cualquier misericordia.
Hay que hacer a “América de nuevo grande” es su eslogan. ¿Qué es ser grande?, ¿es ser poderosa y rica?, ¿o un país es grande cuando otorga a su pueblo justicia, solidaridad, libertad e igualdad de oportunidades? Para mí, la grandeza de un país tiene que ver más con lo segundo que con lo primero.
Este señor, si se le puede usar este término para definirlo, gobierna su país y quiere gobernar el mundo.
Un tipo soberbio, malcarado, irrespetuoso y sin escrúpulos tiene el poder de tomar decisiones que afectan a todo el planeta. Y lo peor no es que sea un maleducado, es que está desprovisto de lo más importante en un gobernante: humanidad. Así se lo recordó la obispa Mariann Edgar en su homilía cuando le pidió que tuviera piedad con los inmigrantes, la mayoría personas honradas que cultivan las tierras, sirven en los restaurantes y trabajan en turnos de noche en los hospitales; y con los atemorizados niños y niñas homosexuales, que están sufriendo bulling en el colegio, fruto de la animadversión que Trump está provocando hacia ellos. Al escribir esto me acuerdo de Mújica y tomo mayor consciencia de que se es mejor político con humanidad, humildad y bondad.
Trump, con una política que me recuerda más al feudalismo que a la democracia, ha indultado a los asaltantes al Capitolio y ha firmado una orden ejecutiva que pone fin a la ciudadanía por nacimiento para los bebés nacidos en Estados Unidos de padres sin estatus legal, medida que atenta contra la Constitución de EEUU, según la 14ª Enmienda (pero Trump ya está acostumbrado a ir contra las leyes). Quiere, además, deportar a millones de inmigrantes indocumentados y ha enviado 1.500 efectivos militares a la frontera con Méjico para unirse a los 2.500 que ya hay allí (asegura que llegarán a 10.000). Habría que cuantificar la equivalencia de ese coste represor en sanidad, educación y ayudas a los miles de indigentes que hay en las calles del país. Amenaza con procesar a los funcionarios que se opongan a su agenda migratoria o que no delaten a los compañeros que lo hagan. Ha iniciado una campaña contra el colectivo LGBTQ+ revocando leyes que lo protegían y promovían la diversidad y la inclusión, cargándose a las pocas horas de mandato los avances conseguidos con otros presidentes. Por cierto, aprovecho para dar la enhorabuena a la actriz transgénero Karla Sofía Gascón por su nominación al Óscar. Al menos, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas le ha dado a Trump un pequeño manotazo en los morros con esta nominación.
En política internacional ha traído las ideas imperialistas que siempre ha ejercido EEUU, pero sin ningún disimulo: ha cambiado el nombre del Golfo de Méjico para denominarlo Golfo de América —lo extraño es que no le haya llamado Golfo de Trump—, quiere “recuperar” el Canal de Panamá, en una evidente lucha geopolítica con China, y ha mostrado interés en adueñarse de Groenlandia debido a su ubicación estratégica y a sus importantes recursos naturales, entre los que se encuentran los minerales raros, tan necesarios para su estrategia militar y para sus socios, los magnates tecnológicos. Cuando un periodista le preguntó si haría uso de la fuerza para esta apropiación, Trump no lo descartó. Hasta ese nivel llega su chulería o su locura.
Amenaza con poner elevados aranceles a las importaciones de productos de empresas que no ubiquen su producción en EEUU, tal como indicó en su aparición virtual en el Foro de Davos.
Tan pronto ocupó el cargo, cerró la página web y las redes sociales oficiales de la Casa Blanca que usaban el idioma español, otro signo de desprecio, arrogancia y declaración de intenciones de su política supremacista.
Por si no tuviera bastante con su propio dinero, sus acólitos le apoyan económicamente y se ha rodeado de multimillonarios cercanos a su ideología o, si no lo eran, convencidos de que hay que estar al lado del poder. En el caso de Elon Musk, la afinidad es más que clara, nos lo demostró con el descarado saludo fascista durante los actos de proclamación de Trump. De hecho, su abuelo fue un declarado defensor del apartheid en Sudáfrica y esa es la ideología que Elon Musk ha mamado desde pequeño. Su vehemente gesto no fue de agradecimiento, como alegan algunos para exculparle, delata sus peligrosas creencias. El hombre más rico del mundo, propietario de grandes compañías tecnológicas, emperrado en conquistar Marte y dueño de la red social X, se ha convertido en la mano derecha de Trump. Los medios de comunicación siempre han sido la manera de influir en la gente, ya Hitler creó un Ministerio de Propaganda para regular la prensa, la literatura, el cine, el teatro, la música y la radio. Es una de las estrategias imprescindibles de una autocracia, como se narra en “Los perros del bambú”, mi última novela, referido a la dictadura birmana. Con la aparición de las redes sociales, el poder de influencia ha crecido de forma exponencial.
El presidente de piel y pelo anaranjados también se ha aliado con otros acaudalados representantes del mundo tecnológico. Ese es el futuro que nos espera: el mundo manejado por ideas fascistas que cuentan con las nuevas tecnologías y con la Inteligencia Artificial. Estamos apañados.
Disponen del dinero, más del que uno se pueda imaginar, manejan totalmente la información y su ideología se pasa por el forro los derechos humanos y las leyes democráticas. Lo malo es que no se van a parar, la siguiente estación será Europa para implantar con su implacable maquinaria, diseñada minuciosamente, regímenes proclives a sus egoístas intereses.
Cuando tenía veintipocos años estuve en Florida con unas amigas. Un coche de policía con las luces y las sirenas activadas nos persiguió por la autopista, nos adelantó y nos ordenó detenernos. Bajó un agente perfectamente uniformado, con sombrero vaquero y bigote blanco poblado, yo pensaba que estábamos dentro de una película de Hollywood. Habíamos superado los límites de velocidad. Cuando nos pidió la documentación y las dos chicas que iban en el asiento de atrás metieron la mano en la mochila para sacarla, el policía desenfundó su revólver. Mis amigas, una chilena y otra uruguaya, tienen rasgos indios y la tez oscura. Desde entonces, nunca tuve demasiado interés en elegir EEUU como destino de mis viajes. En la actualidad, con un presidente ultranacionalista, demente y despiadado, ni me lo planteo.
Vicent Gascó
Escritor y docente.