Con la venia: ¡Aleluya! Mejoré en salud y ánimo.
Por tanto -aunque sea con brevedad- es hora de ocuparnos de la rupestre pintura que dio origen a estas entregas, por ver que podemos decir della.
Naturalmente empezaremos por pedirle al Tío Gú la foto del Cerdo de Sulawesi, para contemplarla a plena pantalla y con atención.
Una vez observada la imagen, resulta innegable que -a pesar del deterioro de la escena- es reconocible el tema.
Igualmente salta a la vista que la línea de contorno es recia pero no tosca, porque delimita con suficiencia a la bestezuela de marras, haciéndola reconocible en sus detalles.
Ítem más: cuando hay problemas de dibujo -por ejemplo en las patas traseras- se han resuelto las carencias con estilo.
Mucho respeto para ese ágil cerebro y su obediente mano.
Además se aprecia que en el conjunto hay una rotundidad -bien buscada- que refuerza la intención última del autor: darnos el mensaje de que un cierto animal cuando está vivo despierta el hambre, y ya muerto la sacia.
Estamos ante una desas maravillas que ocurren cuando un poco de pigmento -sabiamente extendido sobre una base- logra que el que mire atienda hasta entender.
Así cumple su función la obra, y crea un espectador.
Justo lo que todo pintor busca desde hace 512 siglos.
Y me atrevo a decir que muchos más.
B.S.R.
Me inclino hoy por revisitar la Passacaglia della Vita, en versión de Stefano Landi y L’Arpegiatta.
Manolodíaz.