A diferencia de los pronunciamientos decimonónicos o del posterior 18 de julio, la dictadura Primo de Rivera no se fragua en ninguna embajada de una potencia extranjera ni tendrá su respaldo incondicional, sino que hunde sus raíces y motivos en sectores de la propia oligarquía española. Este nacimiento independiente le conferirá un margen de maniobra...
A diferencia de los pronunciamientos decimonónicos o del posterior 18 de julio, la dictadura Primo de Rivera no se fragua en ninguna embajada de una potencia extranjera ni tendrá su respaldo incondicional, sino que hunde sus raíces y motivos en sectores de la propia oligarquía española. Este nacimiento independiente le conferirá un margen de maniobra desconocido para los regímenes anteriores.
En primer lugar, el debilitamiento, tras la Primera Guerra Mundial, del dominio de Inglaterra y Francia sobre sus áreas de influencia, entre ellas España -sometida hasta el momento a un férreo control político y con la dependencia de los sectores oligárquicos- deja a la clase dominante española un margen de autonomía que aprovecha para impulsar el proyecto nacional encarnado en la dictadura de Primo de Rivera.
Desde diciembre de 1922 a finales de 1930 la renta nacional en España tuvo crecimientos anuales que duplicaban la media del primer tercio de siglo y eran homologables con la de otros países europeos. El sector industrial experimentó un fuerte crecimiento, incluso por encima del experimentado por la media nacional: progresó a una tasa del 5,5% anual entra 1922 y 1930, a un ritmo similar al de otros países europeos. La inversión bursátil en valores industriales se quintuplicó.
Una oligarquía financiera, que se había fortalecido -gracias a la acumulación y concentración de capital producto de la neutralidad durante la Primera Guerra Mundial- con claro predominio de los sectores financieros ligados a los grandes bancos y la gran industria, se sentía capaz de dar un salto en el desarrollo del capitalismo monopolista en España.
Pero la insuficiencia relativa del capital oligárquico hace del Estado –absolutamente fundido con los intereses del gran capital financiero- el principal impulsor “desde arriba” del desarrollo del capitalismo monopolista de Estado. La política de inversiones de la dictadura se dirigió a los sectores claves: industria básica productora de bienes intermedios (siderurgia y metalurgia, cementos, química), y de bienes de producción (construcción mecánica) e industria eléctrica.
Una parte cada vez mayor de la renta generada fue destinada a la inversión, que se elevó al 21% del PIB en 1929, un máximo que sólo se repetirá treinta años más tarde. Primo de Rivera emprende desde el Estado un vasto programa de obras públicas que, en parte, se basa en las ideas y proyectos de los regeneracionistas.
Se planifica la construcción de 7.086 km de carreteras. Se duplica la red de ferrocarriles. Se crean las Confederaciones Hidrográficas para invertir en un plan de regularización de aguas, riegos y electrificación que pretende alcanzar a todo el país. Se impulsan la construcción de pantanos, la modernización de los puertos y la repoblación forestal. Se instaura un nuevo sistema de recaudación de impuestos. Y durante sus seis años de gobierno se construyen 5.000 escuelas, más que en las 4 décadas del régimen anterior.
Una firme defensa de la industria y la producción nacional restringe las importaciones, por lo que la demanda interna se dirige a la producción nacional, y el comercio exterior español aumentará en un 300%. La protección del Estado a la producción nacional se brinda a través de subvenciones, exenciones fiscales, ventajas para la exportación, tarifas especiales en los transportes y un trato preferente en las compras del Estado. Y el Banco de Crédito Industrial, el Banco de Crédito Local y el Banco Exterior sustituyen el papel clave que jugaba la banca extranjera.
Primo de Rivera y Calvo Sotelo -ministro de Hacienda y muñidor de la política económica- apostaron por nacionalizar las industrias cuyas materias primas eran españolas y que fueran indispensables para la independencia política de España. La creación de CAMPSA es el buque insignia. En 1926, la Shell controlaba el 50% del mercado español del petróleo y la Standard Oil el 35%. Ambas ejercían un férreo monopolio sobre el mercado español provocando la práctica desaparición de los distribuidores autóctonos.
Frente al monopolio extranjero en el sector energético -y estratégico-, en 1927 se establece CAMPSA -monopolio estatal de importación, refinado, distribución y venta de hidrocarburos- expropiando a los grandes monopolios extranjeros. Con ello se pretende gestar un sólido conglomerado industrial y energético nacional. Convirtiendo a CAMPSA en cabeza y motor del desarrollo industrial español, impulsando desde el Estado un potente sector energético, químico y petroquímico.
La expropiación generó una furibunda respuesta por parte de la Shell y la Standard Oil de Rockefeller, amenazando con el desabastecimiento, y promovieron una agresiva y amplia campaña diplomática contra el gobierno de Primo de Rivera. Sólo la URSS quedaba entonces fuera del reparto petrolero del mundo tejido por la Shell y la Standard Oil, por lo que el gobierno de Primo de Rivera tuvo que alcanzar acuerdos de suministro energético con Moscú.
La creación en 1924 de la Compañía Nacional de Telefonía Española (CNTE) es el otro gran hito de desarrollo monopolista. Existía un fuerte desfase entre la oferta telefónica y las crecientes demandas sociales y del aparato productivo. En 1925 las comunicaciones telefónicas se triplicaron en toda España.
El régimen de Primo de Rivera despliega por primera vez una política internacional autónoma, dirigida desde los intereses nacionales oligárquicos, cuyo objetivo es zafarse de la excesiva y exclusiva sumisión hacia Francia e Inglaterra. Marruecos, Portugal e Hispanoamérica –el área atlántico-mediterránea, donde las aspiraciones españolas encontraban la permanente oposición francesa, y la vertiente americana, dos pilares desde donde alcanzar un nuevo estatus de potencia regional para España- son las áreas preferentes. El régimen de Primo de Rivera lanzará un proyecto ibérico, estrechando relaciones con Portugal, e hispanoamericano, impulsando las relaciones con los países del otro lado del Atlántico.
La dictadura de Primo de Rivera representa el intento de la oligarquía española por levantar un proyecto independiente, aprovechando el margen de autonomía que permiten las excepcionales condiciones creadas tras la Primera Guerra Mundial. Su proyecto es construir, a través de la acción del Estado, un capitalismo monopolista independiente y autónomo de los centros de poder imperialistas. Pero que también aspira, en el plano político, a invertir las relaciones semicoloniales entre España y las grandes potencias, ganando autonomía para la defensa de los intereses nacionales.
El grado de autonomía alcanzado, y una política en defensa de la industria y la producción nacional, enfrentada a los intereses del gran capital extranjero y que impulse un capitalismo independiente y nacional, permite que el periodo de Primo de Rivera constituya un impulso decisivo a la modernización y desarrollo español.
Los núcleos oligárquicos que -a excepción del sector terrateniente, cuyos intereses son lesionados- habían prestado apoyo al proyecto de Primo de Rivera, se plegarán a las presiones del imperialismo, contribuyendo a la caída del régimen y mostrando la incapacidad de la oligarquía para conducir consecuentemente un proyecto independiente del imperialismo. Las fuerzas revolucionarias y progresistas mantendrán su histórica ceguera ante la intervención imperialista, colocando en primer y único lugar el combate a la dictadura por su carácter reaccionario. Lo que les llevará a coludirse con los furibundos ataques del imperialismo contra el régimen de Primo de Rivera.
El proyecto que representa Primo de Rivera no sólo chocó con los intereses del sector más retrógrado de la oligarquía, sino sobre todo con los intereses de las potencias imperialistas. El grado de autonomía y desarrollo independiente que alcanzó España hacen saltar las alarmas en los centros de poder imperialistas, que arrastraran a importantes sectores económicos y políticos españoles –tanto los que habían respaldado la dictadura como los que formaban desde un primer momento la oposición- a una desenfrenada carrera de subversión para acabar, a cualquier precio, con el régimen de Primo de Rivera.
Esta reconducción imperialista, junto a la incapacidad de reinstaurar el viejo sistema de dominio de la Restauración en una España que se había transformado cualitativamente, abrirá una grieta hacia un desarrollo incontrolado, por donde se cuelan las aspiraciones de cambio de la sociedad española, desembocando en la instauración de la Segunda República.