Quizás muy poca gente conozca al hombre de la foto. Quizás muy poca gente recuerde sus éxitos musicales. Quizás prefirió que se le recordara por su trabajo y no por sus excentricidades. Quizás no necesitó del escándalo para ser feliz. Quizás decidió vivir su vida sin estridencias. Quizás no necesitó de subvenciones y decidió vivir...
Quizás muy poca gente conozca al hombre de la foto. Quizás muy poca gente recuerde sus éxitos musicales. Quizás prefirió que se le recordara por su trabajo y no por sus excentricidades. Quizás no necesitó del escándalo para ser feliz. Quizás decidió vivir su vida sin estridencias. Quizás no necesitó de subvenciones y decidió vivir de su trabajo.
Antonio Amaya, nombre artístico de Antonio Peláez Tortosa, (Granada, 1924 – Sitges 2012) fue un bailarín y cantante de copla, considerado uno de los mejores en la segunda mitad del Siglo XX.
A los 18 años se trasladó a Madrid, y de ahí a Barcelona, donde comenzó a trabajar de corista en la compañía de Celia Gámez. En 1947 grabó sus primeros discos. En 1950 estuvo dos años seguidos en el Teatro Victoria, levantando auténticas pasiones entre el público.
En 1952 alcanzó su primer gran éxito con Doce cascabeles, y a partir de entonces el éxito ya no le abandonaría. Realizó triunfales giras por España y América. En Barcelona, Zaragoza y Valencia formaba parte de espectáculos junto a figuras como Alady, Carmen de Lirio o Mary Sampere. Fue cartel principal en sitios como la Sala Oasis o la Boîte Pigalle, en Zaragoza.
Sus trabajos junto a Rafael Conde “El Titi”, fueron rotundos éxitos, sobre todo en Barcelona. Posteriormente, se retiró a Sitges, donde regentó un local de espectáculos varios, hasta que falleció con 88 años, en el año 2012.
Ustedes se preguntarán ¿A qué viene este recorrido por la biografía de este cantante y bailarín? Voy a intentar darles algunas explicaciones. La primera es de corte meramente sentimental. Yo conocí personalmente a Antonio, cuando yo tenía entre 8 y 12 años, debido a la profesión de mi padre.
Mi progenitor trabajaba en un teatro de Zaragoza, que ya no existe, llamado Teatro Circo, él era el encargado de la iluminación del escenario y yo acompañaba a mi madre a llevarle la cena a mi padre, ya que debido a los horarios de los espectáculos era imposible que viniera a casa a cenar.
Y fue en algunas ocasiones de esas, que pude conocerlo, que pude ver el éxito que tenía en el escenario, que comprobé la admiración que despertaba en los espectadores y el respeto con que el público le trataba.
Sí, y como alguno, por no decir todos, han deducido, Antonio Amaya era homosexual (entonces no existía el término gay para definirlos, ni hacía falta), ni había esa persecución a la que apuntan todos los impulsores de la memoria histórica.
Los espectáculos en los que actuaba el gran Antonio tenían una acogida importante y no se producía ningún género de incidentes, ni tampoco había redadas policiales, ni zarandajas por el estilo. Los espectadores que acudían se lo pasaban en grande, se divertían y todos eran conscientes de la condición sexual del cantante.
Para ser respetado, para vivir de su trabajo, para ganarse la admiración de sus seguidores no necesitaba estar diez días montando espectáculos en la calle, subido en carrozas ni exhibiendo su anatomía desnuda a la vista de todos, ni practicando sexo en ningún lugar público.
Él consideraba que para vivir de acuerdo con sus inclinaciones sexuales le bastaba y le sobraba con hacer bien su trabajo, respetar a los demás y, de esa forma, se hacía respetar por la gente. Todo el mundo en España sabía quién era y era querido por ello.
No le hacían falta ni subvenciones ni colectivos que, supuestamente, reivindican unos derechos que siempre se han respetado. ¿Alguien sabe de detenciones de El Titi, del propio Antonio, del escritor Antonio Gala y del colectivo de homosexuales de la segunda mitad del siglo pasado? Y todos sabían, autoridades incluidas, sus gustos sexuales.
No deja de ser un relato interesado y deformado de la verdadera historia, es querer reescribir la historia, siempre bajo el prisma de unos intereses partidistas e interesados.
Estoy convencido que muchos homosexuales no se sienten identificados con los circos en que se convierten las mal llamadas fiestas del Orgullo. Cabe suponer que cualquier persona se siente orgullosa de lo que hace y no por ello, celebra diez días de locura colectiva.
Es curioso que todo esto vaya siempre acompañado ¿será casualidad? de jugosas aportaciones dinerarias que, según dicen, es para conseguir visualizar a los colectivos y alcanzar, al fin la igualdad. Me surge una pregunta ¿Qué se ha hecho hasta ahora si, según pregonan a los cuatro vientos, siguen estando marginados?
A lo mejor se trata sólo de una estratagema para que un grupo de mandamases de esas organizaciones siga pillando cacho (económico, se entiende). Si no, no se comprende cómo pueden englobar en un mismo saco a homosexuales, lesbianas, bisexuales, travestis, etc., cuando se trata de grupos con problemáticas y vivencias distintas.
Lo preocupante es que los partidos políticos, acuden como perritos falderos, Ciudadanos, PP, y no digamos los del entorno marxista, a las llamadas y desprecios de las pocas asociaciones que dicen representar a esos colectivos. Claro, lo hacen a la espera de captar el posible voto, sin pararse a pensar que sólo los de las organizaciones “chiringuitadas” (me acabo de inventar un nuevo palabro) van a votar, no a ellos, a los de siempre.
Nadie, absolutamente nadie será capaz de hacer un homenaje, en estos días de chirigotadas y pasotismo ininteligible a personas como Antonio Amaya, que supo pasear con orgullo y saber estar su condición sexual. No les interesa, si le rindieran un homenaje serio a ese hombre, es probable que se quedaran sin subvenciones.
Ahora se entiende la razón que impulsa a VOX a auditar y seguir muy de cerca las subvenciones que en España se conceden sin control de ningún tipo.
Va por ti, Antonio Amaya.
Luis Andrés Cisneros