La felicidad de las mariposas.
Hay sensaciones exquisitas que han desaparecido de nuestras vidas. Echo de menos la crepitante vibración de la palomilla de un despertador al darle cuerda, el chasquido al pulsar los botones de un radiocasete, la seductora lentitud con la que se abría el compartimento de la cinta, el silbido delicioso del rebobinado y la estridente pero embriagadora melodía monofónica de mis grupos preferidos. Recuerdo con añoranza el rítmico regreso de la rueda del teléfono fijo al marcar un número, sonido único e inolvidable, o el traqueteo de la cinta de VHS al entrar y salir del aparato.
Solo los que ya habitábamos el planeta en el pasado milenio sabemos de qué estamos hablando.
Los coches se limitaban a llevarnos de un sitio al otro y no producían más ruidos que los del motor o el claxon. Me acuerdo con cariño de mi primer coche, un Renault 4L. Tenía la palanca de cambios en el salpicadero, con tres marchas, y un solo asiento alargado en la parte delantera. Ninguna señal sonora avisaba de nada, ni de que no llevabas el cinturón puesto, ni de que te acercabas demasiado a un obstáculo al hacer marcha atrás ni, mucho menos, de que una rueda estaba desinflada o de que pisabas la línea del asfalto y te salías del carril. Mi hermano y yo se lo compramos a un anciano agricultor y el vehículo ya tenía más años que nosotros. Un día de carnaval nos metimos cuatro piratas en la parte de delante y dos vampiros y tres prostitutas en el asiento de atrás. Fue su último servicio porque se partió el eje de las ruedas. Una imprudencia de juventud que ahora no puedo sino reprobar. Afortunadamente, conducía despacio y salimos todos ilesos.
Los tiempos han cambiado. Y lo han hecho sin que hayamos sido capaces de asimilarlo. Estamos rodeados de artefactos electrónicos, muchos de ellos interconectados. La cantidad y variedad de ondas electromagnéticas que circulan sobre nuestras cabezas (o por dentro de ellas) es enorme, a la vez que un nuevo miembro ha pasado a formar parte de la anatomía humana: el Smartphone. Se ha adherido a nuestras manos y nos facilita la vida de forma que era inimaginable hace unas décadas, desde darnos la hora hasta indicarnos como llegar a un destino, desde chivarnos la temperatura hasta ayudarnos a hacer cálculos matemáticos, desde ofrecernos juegos virtuales hasta darnos la opción de comprar en cualquier tienda o conseguir cualquier servicio. Es nuestro banco, nuestro archivo, nuestro equipo de música, nuestra agenda, nuestra cámara de fotos, nuestro transistor, nuestro monedero, nuestro reloj y nuestro televisor, entre otras muchas utilidades. Nos permite el acceso al mayor océano de información posible y, además, sirve como teléfono y nos mantiene conectados con personas que se encuentran a nuestro lado o en el otro extremo del mundo.
La nostalgia del mundo analógico nos lleva a recuperar algunos de sus representantes más emblemáticos, como es el caso del tocadiscos. Siempre he pensado que no hay nada más parecido a la magia que una aguja recorriendo los surcos de un vinilo para lanzar al aire delicadas notas musicales envueltas en el chasquido del rozamiento.
La red, que es como se conoce a internet en referencia a un sistema cuyos elementos están conectados entre sí, ha pasado a tener una acepción más trágica: lugar en el que uno puede quedarse enganchado de la misma manera que las mariposas quedan atrapadas en las mallas de los cazamariposas.
El teléfono móvil, pese a sus numerosas utilidades, si se emplea sin mesura, empieza a ser un enemigo, un miembro pernicioso de nuestro organismo, como un tumor dañino que pasa inadvertido hasta que ya nos ha producido un mal difícil de revertir. El móvil ha permitido que tengamos un acceso inmediato y sencillo a las redes sociales. Curiosamente, un aparato que se creó para hablar está terminando con las conversaciones. La conexión entre las personas a través del whatsapp, del correo electrónico o de las redes sociales está provocando los mayores índices de sensación de soledad, como explica el psicólogo Marino Pérez en su libro “El individuo flotante”.
El uso abusivo del Smartphone está provocando, además, problemas mentales y alteraciones del comportamiento. Con las redes sociales liberamos dopamina, la hormona que se relaciona con situaciones placenteras. De ahí a la adicción solo hay un paso: el del exceso. Y las consecuencias —de la misma manera que las máquinas tragaperras alejan al ludópata de la familia y de la sociedad— son el individualismo, la distancia entre los miembros de un colectivo y, en definitiva, la soledad. Son muchas las personas que aseguran sentir ansiedad cuando olvidan llevar su teléfono móvil consigo. No deja de ser un síndrome de abstinencia. Estas personas son atraídas por el Smartphone como las polillas por la luz: de una forma incontrolable.
La aparente capacidad para mantenernos en contacto podría confundirnos y pensar que las redes facilitan que nos sintamos en compañía. Es un espejismo; se trata de una comunicación sesgada porque carece de atributos humanos como son el contacto físico, el lenguaje no verbal, el diálogo en vivo y en presente, la mirada, el encanto de la voz y las risas y lágrimas reales (y no los iconos). Estos déficits no producen más que desasosiego.
Desde el falso escaparate de Facebook o Instagram lanzamos una imagen alterada de nuestra realidad. El afán por mostrar cuán felices somos y la búsqueda obsesiva del “like” pueden conducir a los adolescentes y a las personas más vulnerables a una espiral de comparación social negativa, a una competitividad insana que nos separa del sentido de tribu colaborativa y solidaria. Si la premisa imperante es “lo que no sale en las redes, no existe” pasamos a ser esclavos de la mirada de los demás.
La situación puede ser crítica cuando a través de las redes sociales se incita a absurdos y arriesgados retos. El último que se ha viralizado en TikTok es “El que se duerme el último, gana” y que consiste en intentar mantenerse despierto después de consumir, sin prescripción médica alguna, una cantidad de hipnóticos o ansiolíticos como clonazepan, barbitúricos muy peligrosos, que pueden crear adicción y tener efectos secundarios nefastos.
Cada vez es más corta la edad de los niños a los que sus padres les regalan un Smartphone. Aunque en los colegios e institutos existe un control de su uso durante las clases, es necesario que también los padres pongan límites para que los niños y los adolescentes no ocupen todas sus horas de ocio delante de una pantalla, sino que compaginen el móvil con actividades necesarias, como la lectura, los juegos con amigos, la familia, el deporte o el contacto con la naturaleza.
Considero que el teléfono móvil y las redes sociales pueden ser fantásticos inventos para divulgar y promocionar la cultura y el conocimiento, que se les puede dar fines educativos e informativos y que, si los empleamos con moderación para evitar quedar atrapados en la red, también pueden ser estupendos instrumentos lúdicos y de conexión entre las personas.
Hay material de sobra para otro artículo si nos adentramos en los peligros que encierran las plataformas virtuales cuando se convierten en la herramienta de estafadores, pederastas, acosadores, difamadores y un largo etcétera. O si pensamos en que el Smartphone es el dispositivo, entre otros, a través del cual un misterioso y poderoso “Gran Hermano” controla nuestros gustos, nuestros hábitos, nuestra ubicación y nuestros movimientos; en definitiva: nuestras vidas.
Volviendo, una vez más, al símil entomológico, es evidente que las nuevas tecnologías están consiguiendo que cualquier mariposa sea mucho más libre que nosotros. Y, seguramente, también más feliz.
Vicent Gascó
Escritor y docente.