Un escalofrío acerado en la nuca.
El traje blanco de organza se ceñía a mi cuerpo con la misma ternura que lo hizo tu abrazo cuando abrimos el baile. Era feliz al ver a nuestras familias y amigos disfrutar de la fiesta. Allí estaban todos nuestros seres queridos. Aunque, a decir verdad, faltaba uno, no me dejaste invitar a Tomás, pese a que se había convertido en mi mejor amigo después de que dejáramos de ser novios. Pero lo entendí. De hecho, ya hacía un tiempo que había aceptado, por respeto a ti, no tener relación con él.
La sonrisa estaba instalada en mi rostro. Pensaba, ingenua de mí, que sería infinita. El salón lucía precioso, el centro de flores era espectacular, con gladiolos blancos, mi flor preferida. Lástima que acabó en el suelo cuando, con unas copas de más, te subiste a la mesa e hiciste callar a la orquesta para declararme a gritos amor eterno.
Nuestra convivencia empezó rebosante de cariño y romanticismo. Por eso, el que fue el primer insulto: “zorra”, me sorprendió. Me quedé inmóvil, sin reconocer tu mirada henchida de ira. Un compañero del trabajo me había traído a casa en aquella tarde de lluvia y, desde la ventana, me viste salir de su coche. Mi disgusto inicial se convirtió en satisfacción cuando entendí que los celos eran la mejor prueba de tu amor.
Pronto llegó nuestro hijo, Eric. Fue una alegría tan grande que diluyó la contrariedad que supuso tu despido de la empresa de muebles. Era un bebé precioso, aunque muy llorón. Pasé muchas noches en vela. Tú te quedabas en la cama mientras el niño y yo nos cambiamos de dormitorio para que pudieras dormir. “Criar es cosa de mujeres”, me decías; aunque fuera yo quien tuviera que ir a trabajar al día siguiente.
El primer tortazo lastimó mi mejilla, pero no mi corazón. Llevabas razón, había abierto la puerta al vecino en pijama. Debería haberme cubierto. El chico quería recoger unos calcetines que se soltaron de su tendedero y cayeron en nuestra galería. Aquel domingo no pude salir de casa porque no había maquillaje que consiguiera disimular el moratón.
Cuando me arrebataste de las manos el teléfono para espiar mis conversaciones de whatsapp, me enojé. No tenía nada que ocultarte, pero no te pareció bien que hablara con un cliente de la oficina. Me acusaste de que no era una charla profesional. Simplemente había sido amable al preguntarle por su viaje a la nieve. El empujón que me diste cuando intenté recuperar el móvil me dejó con dos costillas fisuradas al golpearme con la encimera. No pude asistir al trabajo durante tres días. Dije que me había caído de un taburete mientras limpiaba los armarios de la cocina.
Llegaron más insultos, más golpes y más prohibiciones. Me desconcertabas. Después de las broncas bajabas a comprar bombones y gladiolos, me susurrabas al oído cuanto me querías y hacíamos el amor con cuidado de no despertar a Eric, sin saber que el niño, asustado por los gritos, se escondía debajo de las sábanas con lágrimas en los ojos.
También yo te grité cuando me impediste ir a la cena de empresa por Navidad. Estaba furiosa e indignada. Había trabajado muy duro no solo en la oficina, también en casa, y me merecía celebrar las fiestas con mis compañeros.
Mi sonrisa se había convertido en una mueca postiza que no engañaba a nadie. Pero solo yo sabía el motivo de mi tristeza. Bueno…, tú también.
Una mañana de primavera me desperté sobresaltada. Había descubierto lo frágil que es la frontera entre el amor y el odio. Con la mirada detenida en el techo, lloré al ser consciente de que ya no estaba enamorada de ti. El sol se colaba por las rendijas de la persiana y caía sobre la colcha. Pero no era calor lo que yo notaba, sino un escalofrío acerado en la nuca. Sentía miedo. Y también rencor e impotencia.
La noche que me forzaste a tener sexo, tomé la decisión. Eric tenía ya dos años y vio cómo me zarandeabas para arrastrarme al dormitorio. No podía permitir que mi hijo creciera en ese venenoso ambiente. Yo ya no te amaba y tú no lo habías hecho nunca. Para ti solo era un objeto a tu servicio; no me querías más que al televisor o al coche.
Lo recuerdo perfectamente, empezaban las fiestas del pueblo. Mientras estabas en el bar con tu cuadrilla, hice las maletas. Me fui a casa de mi hermana y me llevé a Eric.
Fue entonces cuando empezaron tus amenazas. Me esperaste a la salida del trabajo. Al verte, volví a entrar en la oficina pero llegué a escuchar tu voz colérica: “te voy a matar si no vuelves a casa, perra”. Días después, la recepcionista me entregó un sobre que iba a mi nombre. Pude reconocer la letra de tu letal advertencia: “Te queda poco tiempo, cerda”.
Fue mi hermana quien me convenció para que denunciara. El juez impuso una orden de alejamiento. No supe de ti durante semanas. Pensaba que habías asumido la situación. Vivías en nuestro piso, del que yo seguía pagando la hipoteca, y subsistías con la prestación de desempleo. Comencé a rehacer mi vida social. Volví a contactar con Tomás y le expliqué lo que había ocurrido. Quedamos algunas tardes a tomar un café.
Él me animaba a tener otra pareja y me ofrecía apoyo y cariño. Tras uno de estos encuentros, mientras caminaba hacia casa de mi hermana, escuché unos pasos que se acercaban a mi espalda. No me dio tiempo a volverme. Sentí una punzada en el costado y escuché el balbuceo borracho de tu voz: “te avisé, perra”. Antes de que mi aliento se apagara por completo, pensé en Eric, en su sonrisa inocente y en su mirada asustada.
Ya no puedo oler el aroma de los gladiolos que coronan mi féretro. Ya no puedo respirar, ni puedo abrazar a mi pequeño. No puedo, tampoco, escribir esta carta. Si hubiera podido hacerlo, habría prevenido a las mujeres del peligro del machismo, del riesgo de equivocarse al elegir a un compañero de vida, del error de confundir amar con creerse en derecho de poseernos. A los hombres les habría pedido su apoyo para evitar más muertes. A las autoridades les habría exigido medidas más contundentes para proteger a las víctimas. Y a los maestros le habría explicado que la prevención emana de la educación. Os queda, a los vivos, mucho trabajo por hacer.
Vicent Gascó
Escritor y docente.