A pesar de la extraordinaria energía y combatividad, desde sus inicios el movimiento obrero español ha tenido una gruesa venda en los ojos: no advertir la intervención de las potencias imperialistas. La izquierda en nuestro país ha sido incapaz de comprender que detrás del reaccionario poder local se escondía el verdadero amo que decide el destino...
A pesar de la extraordinaria energía y combatividad, desde sus inicios el movimiento obrero español ha tenido una gruesa venda en los ojos: no advertir la intervención de las potencias imperialistas.
La izquierda en nuestro país ha sido incapaz de comprender que detrás del reaccionario poder local se escondía el verdadero amo que decide el destino del país: el imperialismo. La radicalidad con que se ha enfrentado a los poderes locales corre en paralelo con la ceguera ante los poderes imperiales y sus delegados.
Uno de los más reconocidos escritores e intelectuales progresistas de nuestro tiempo, Manuel Vázquez Montalbán acertó al situar lo que consideraba una de las mayores deudas pendientes de la izquierda: “me obsesiona la poca importancia que se le da al imperialismo en los análisis actuales de la política y sobre todo aplicados a la política española, en donde tiene una importancia decisiva y parece como si no existiera”.
Desde su nacimiento como fuerza organizada en el último tercio del siglo XIX, el movimiento obrero español, tanto en lo sindical como en lo político, tanto en su vertiente “marxista” como en su vertiente anarquista adolecerá de una absoluta falta de claridad de la realidad política y social a la que se enfrenta: nunca tendrá en cuenta que desde mediados del siglo XVII España se ha convertido en terreno de diputa e influencia para las potencias extranjeras.
Y la razón última de esta anomalía histórica no está en el débil desarrollo del capitalismo español y consiguientemente del proletariado, sino en la intervención exterior sobre el mismo movimiento obrero.
El 2 de mayo de 1879 se funda en Madrid el PSOE en torno a un grupo de obreros -predominantemente tipógrafos- e intelectuales. Frente a las corrientes bakuninistas que se habían hecho dominantes en la federación española de la Primera Internacional, y bajo la influencia del yerno de Marx, Paul Lafargue, el PSOE se adhiere desde el primer momento al marxismo, en plena batalla en aquellos momentos con el anarquismo por hacerse con la dirección del movimiento obrero internacional.
Sin embargo, desde sus inicios, el “marxismo” del PSOE estará marcado por dos rasgos fundamentales. Por un lado, el mimetismo. Es decir, la traslación mecánica de la línea, análisis y alternativas pensadas y diseñadas por Marx y la AIT para los países de capitalismo desarrollado (Alemania, Inglaterra, Francia,…), pero que no se corresponden con la realidad social y política española. Hasta tal punto esto es así, que el programa del PSOE, redactado directamente por Pablo Iglesias, será, como él mismo reconoce, una traducción con ligeras adaptaciones del programa del Partido Obrero Francés.
Y ello, pese a que la realidad de la Francia de 1880 -lanzada a una acelerada expansión colonial por todo el mundo y con una gran burguesía industrial y financiera en plena expansión a pesar de su derrota en la guerra franco-prusiana y el levantamiento revolucionario del proletariado parisino en la Comuna de París- no tiene absolutamente nada que ver con la realidad de la España de ese mismo período -con la renuncia definitiva de la gran burguesía bancaria y terrateniente a hacer su propia revolución, el inicio de su fusión con la aristocracia y las vísperas del desastre de 1898-, el programa de los socialistas españoles será un copia del de los franceses.
Desde sus inicios, el PSOE se reconoce como una simple “rama del socialismo europeo”. Las relaciones con los partidos europeos serán tan fluidas y estrechas que el PSOE tendrá en los socialistas alemanes y franceses el modelo a seguir y, en correspondencia con ello, las sociedades de capitalismo desarrollado de Alemania y Francia como el objetivo a conquistar por la clase obrera española.
Fruto de esta traslación mecánica aparece un lastre que acompañará al movimiento obrero español prácticamente hasta nuestros días: la ausencia de un pensamiento fuerte propio, capaz de integrar el marxismo con la realidad concreta de nuestro país. Y con ello, la tendencia a copiar y seguir mecánicamente modelos y alternativas surgidas y pensadas para realidades ajenas a la realidad española. Su consecuencia más nefasta será la desaparición de la opresión y la explotación imperialista que sufre la clase obrera española del horizonte de su pensamiento y de su lucha.
Por otro lado, y asociado con lo anterior, la principal corriente marxista en el seno del movimiento obrero español (realmente la única hasta 1921 con la fundación de Partido Comunista de España) tendrá -al igual que ocurrirá en el socialismo europeo a partir de 1880- una acusada tendencia hacia el economicismo. A considerar el desarrollo de las fuerzas productivas como el principal –o, en realidad, el único- criterio de avance, desarrollo y modernización de la sociedad española. Sin tener en cuenta ni partir que, precisamente, el atraso en el desarrollo de las fuerzas productivas en España está principalmente determinado por un factor político, de lucha de clases: la intervención imperialista sobre nosotros, impidiendo tal desarrollo.
A diferencia del propio Marx, que cada vez que habla de España pone en primer lugar la influencia de los acontecimientos mundiales y la intervención de las potencias extranjeras como una de las causas principales que explican el atraso español, para los socialistas españoles el problema está en otro sitio: “El verdadero progreso descansa hoy, meta de la civilización burguesa, en el librecambio, impulsador de todas las energías hacia la concentración capitalista, madre del Socialismo que alborea en los horizontes del porvenir. El librecambio favorece la creación de los grandes centros industriales, el perfeccionamiento de los medios técnicos y la cultura y la inteligencia de los obreros. No nos tendríamos por buenos socialistas sino empujáramos con todas nuestras fuerzas hacia la transformación de la sociedad, latente en el fondo de las grandes compañías y de los poderosos sindicatos” (Lucha de clases, órgano del Partido Socialista de Vizcaya. Noviembre de 1897).
Desde entonces y hasta nuestros días -como hemos ido viendo en anteriores artículos- detrás de cada acontecimiento sustancial en la vida nacional la mirada de la izquierda se ha quedado restringida a los poderes locales, pero sin ver la mano de las potencias imperialistas que, en todos los casos y sin excepción, han intervenido para reconducir el rumbo del país de acuerdo a sus intereses. Solamente el PCE de José Díaz y Pasionaria supo salvar este obstáculo histórico, señalando que la guerra contra el franquismo era también, y sobre todo, un combate contra los intentos del imperialismo alemán e italiano por dominar España.
Esta es una auténtica asignatura pendiente para la izquierda -tener en cuenta que vivimos en la época del imperialismo, donde el capitalismo se ha internacionalizado de tal forma que los principales dueños de los países de segundo y tercer orden como el nuestro, no son los oligarcas locales, sino los grandes capitales mundiales, las grandes potencias imperialistas que dominan económica, política y militarmente lo que sucede dentro de nuestras fronteras. Un ejemplo reciente y profundamente significativo fue el 23-F, en el que se acusó exclusivamente a Tejero y a las redes fascistas, pero no se denunció que el origen de las tensiones golpistas estaba en la exigencia norteamericana de que España entrara, inmediatamente y a cualquier precio, en la OTAN.
Romper esta ceguera persistente que durante 200 años ha mantenido la izquierda ante la intervención imperial sobre España, es imprescindible para poder emprender las profundas transformaciones que nuestro país y nuestro pueblo necesitan. Cambiar el rumbo del país de acuerdo a los intereses populares supone enfrentarse, no sólo a una oligarquía local sino principalmente a las potencias hegemonistas, en primer lugar, Estados Unidos, la única superpotencia realmente existente, que está incrustada, como un tumor maligno, en la vida nacional.