A veces pensamos que cuando uno de nuestros mayores apenas se mueve, no interactúa y el olvido le ataca en la memoria, esa persona querida ya no está, es solo un cuerpo, es el dibujo emborronado de lo que fue, pero si nos asomamos a la puerta de sus ojos, seguramente descubriremos que ahí está en un rincón escondida, está la esencia de esa persona.
Como todos los lunes últimos de mes estábamos de celebración, en un sitio como este tener un año más no es algo irrelevante.
Sonaba la música, muchos de ellos bailaban, no sé que me llevó a acercarme a ella, supongo que la energía que emanaba, hace tiempo que su memoria y su cuerpo quedaron de acuerdo que ya no se movían, que a partir de entonces ya solo descansaban. Me senté junto a su silla de ruedas, le ofrecí mi mano para que la cogiera, sin insistir, sin obligación, solo cuando a ella le apeteciera, cogió mi mano entre sus manos, cansadas por el peso de los años, nos miramos y nos encontramos al final de sus ojos, donde habita la mirada, allí donde el alma queda escondida, esperando que el olvido no la encuentre y la de por perdida. Fueron tan solo unos minutos en los que me contó muchos años de su vida.
Ella se siente bien, aquí la cuidan, solo echa de menos bailar, cree que no lo ha hecho todo lo que debería.
Se acerca una compañera suya, me dice alguna cosa de ella, que se conocían de muchos años y algún que otro detalle más liviano, ella apreta entonces mi mano, me hace entender que la compañera no le cae del todo bien.
Todos abandonan la sala, los cumpleaños han acabado, nos tenemos que separar, ella a duras penas repite una frase que acaba de escuchar “otro día nos vemos”, vuelve a apretar mi mano, no nos queremos separar.
En mis ojos se asoman lágrimas, no son de tristeza, no me queda más que agradecer a la vida que me haya permitido asomarme a esos ojos y descubrir un alma tan bonita.
Lidia Martí. Psicóloga