La hipocresía de los que nos llamamos civilizados.
Permitidme que me invente una palabra, Egoccidente, para definir un territorio en el que nos miramos el ombligo y en el que, si levantamos la cabeza, es con fines interesados.
Siguiendo con el vocabulario, cuando buscamos en el diccionario la definición de “civilizado”, encontramos en la acepción referida a las personas: “que se comporta de manera educada y correcta”. Al leerla, me quedé pensando en la cantidad de interpretaciones que puede tener la palabra “correcta”. Es el filtro de nuestra experiencia, de nuestra educación y de nuestros valores, el que confiere a ese término un significado u otro. Lo que puede ser correcto para mí, tal vez para otra persona no lo sea. Ante esa disyuntiva, volví a recurrir a la RAE: “de conducta irreprochable”. Y este término de nuevo me generó dudas. Irreprochable contiene también la subjetividad del que enjuicia la acción.
¿Es reprochable que seres humanos desesperados, hermanos de especie de los que vivimos en el mundo llamado occidental, intenten alcanzar un lugar mejor para vivir?
Hace años que tengo en mi escritorio un pequeño librito de cubiertas verdes editado en 1965 por el Club de Amigos de la UNESCO de Madrid: Declaración Universal de Derechos Humanos. Contiene solamente 15 páginas con treinta artículos, pero creo que es el texto más importante que se ha escrito nunca.
Aunque mi particular teoría de la relatividad, con permiso de Einstein, es que, como decía en una canción el bueno de Pau Donés: “depende, ¿de qué depende?, de según como se mire todo depende”, pienso que hay una serie de principios que escapan a cualquier subjetividad. Frente a la peligrosa parcialidad del pensamiento, ese pequeño libro verde me recuerda que existen derechos que son universales, que no dependen de nada y mucho menos del criterio de nadie.
Reproduciré el primer artículo y el primer punto del segundo. Artículo 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Artículo 2.1: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Y añado los artículos 13 y 14: Artículo 13.1: “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”. Artículo 13.2: “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y regresar a su país”. Artículo 14: “En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”.
Es evidente que, tres cuartos de siglo después de la proclamación de este conjunto de derechos fundamentales de las personas, todavía hay muchos lugares del planeta, incluidos los llamados civilizados, donde no se cumple.
Según el ACNUR, el número de personas desplazadas por la fuerza en todo el mundo, bien debido a los efectos adversos del cambio climático, desastres naturales u otros factores ambientales; bien para escapar de conflictos bélicos, persecuciones, terrorismo o violaciones de los derechos humanos, fue de 79,5 millones a finales de 2019, de los cuales 33,8 millones fueron desplazamientos a países distintos al propio. En la actualidad, el cambio climático está provocando en el Cuerno de África Oriental fenómenos meteorológicos extremos, entre ellos la mayor sequía en cuatro décadas, en lugares que no disponen de las infraestructuras necesarias para combatirla y soportarla. La falta de lluvias ha terminado con las cosechas, y la ausencia de pastos provoca la muerte del ganado. Hay casi 100 millones de personas afectadas en cuatro países: Yibuti, Kenia, Etiopía y Somalia. Recordemos que el cambio climático es consecuencia de los gases de efecto invernadero de cuya emisión son responsables, principalmente, los países desarrollados.
Nuestro continente vecino, África, la cuna de nuestra especie, es uno de los lugares del planeta donde las personas más han sufrido y siguen sufriendo en los últimos tiempos. En el siglo XIX los europeos llegaron de forma masiva para apartar y reemplazar a las monarquías que, desde tiempos inmemorables, gobernaban pequeños territorios. Sobre 1900 toda África estaba bajo control occidental. Los europeos, pertrechados con el poder de la tecnología, pero también con el pretexto de tener una superioridad moral frente a los “salvajes” africanos, expoliaron minas, bosques y ríos, en un avance sangriento con el que también aniquilaron las costumbres, culturas, religiones y tradiciones milenarias, sofocando con rapidez cualquier levantamiento que hubiera en contra de la colonización. Esta situación se alargó hasta después de la segunda guerra mundial, cuando muchos de esos países europeos necesitaron aligerar la carga económica de tener un gran imperio y promovieron la independencia de las colonias africanas. Los nuevos países libres, con fronteras artificiales acordadas por los colonizadores, se encontraron con situaciones sociales y políticas inestables, con conflictos raciales y nacionalistas y con Gobiernos autocráticos —a menudo respaldados por países occidentales que reciben algo a cambio de dicho apoyo, interesados, además, en un tipo de gobierno que mantenga inactiva a la población— y que, lejos de conseguir prosperidad, sumieron a la población en la miseria y la incultura.
Hoy en día la colonización se produce de otra manera y ya no solo procede de Europa, China se ha sumado a una invasión silenciosa pero implacable. A principios de la década de los 90 estuve en Mali, un país precioso y muy rico culturalmente, donde, en las orillas del río Níger camino de Toumbuctou, o en los poblados del País Dogón, comprobé que el paso del colonialismo francés apenas había logrado ninguna mejora en las condiciones de vida de los habitantes. Hoy en día, la situación es mucho peor. La nación liderada por una junta militar autoproclamada Consejo Nacional de Salvación del Pueblo, esta resquebrajada por el terrorismo y sumida en un estado continuo de violación de los derechos humanos. Este ha sido el legado de la presencia francesa que, aunque sigue interviniendo con el supuesto objetivo de ayudar, no consigue terminar con el sufrimiento de hombres y mujeres, que no son otros que aquellos niños y niñas de enormes sonrisas que pude ver en mi viaje. Es manifiesto que varios de los países en los que Francia ha puesto el foco disponen de materias primas estratégicas. Mali cuenta con importantes yacimientos de oro, litio, petróleo y uranio, y ya sabemos que el país vecino necesita este metal radiactivo para sus centrales nucleares. Lo mismo ocurre con Reino Unido. Un ejemplo es que la compañía BP controla el 40% del gas extraído en Egipto. O, como reveló, Wikileaks, que la petrolera Shell tiene miembros introducidos en el Gobierno de Nigeria, para cuidar sus intereses comerciales.
Me fascina África, he visitado varios de sus países a lo largo y ancho del continente, y me indigna lo que ha sido de él. Hace unos 10 años estuve en el Congo. Entonces empezaba China a copar las licencias de las grandes infraestructuras en la zona central del continente. Vi como los asiáticos construían una enorme carretera que comunicaba Brazzaville con las selvas del interior del país. La lucha entre las grandes potencias por conseguir recursos cada vez más escasos está provocando esta nueva colonización, con la que se destruyen los paraísos naturales y se explota a la población en trabajos con condiciones cercanas a la esclavitud. China es un enorme gigante que necesita multitud de recursos para seguir creciendo. Bajo el pretexto de ayudar a los Gobiernos africanos en la construcción de presas, aeropuertos, vías de comunicación, etc., se esconde el propósito de tener acceso prioritario a los recursos naturales del continente. Hoy en día es el principal extractor y consumidor de minerales y metales.
En un acto de cinismo supremo, cuando las personas desesperadas por su situación en África tocan a las puertas de Europa, les decimos que no pueden entrar, que aquí no hay para todos, después de haberles despojado de sus riquezas. Mientras haya pobreza y violencia, habrá migración. Por otra parte, en Europa la mano de obra extranjera es necesaria y ha sido un factor clave en la economía. Tenemos la obligación moral de regular este fenómeno y de actuar contra las mafias que se han aprovechado de la necesidad de emigrar de las personas. Por supuesto que los Gobiernos de los países occidentales han de garantizar el bienestar de hasta el último de sus habitantes, pero también han de perseguir el mismo objetivo para las personas del otro lado del Estrecho. Es vergonzoso que expoliemos a nuestros semejantes del continente vecino obligándoles a escapar de la miseria y que, sin apenas inmutarnos, los veamos morir en el mar o en las vallas que hemos construido con los alambres del egoísmo.
El pensamiento de supremacía del hombre occidental sobre el subdesarrollado (por nuestra culpa) africano continúa. Ese factor, junto a la necesidad de encontrar recursos naturales para sostener un progreso desmedido que ya roza el esperpento, con una globalización desordenada y descontrolada donde el más fuerte oprime y explota al más débil, ha convertido al planeta en un lugar en el que la fraternidad a la que alude el primer artículo de la Declaración Universal de Derechos Humanos brilla por su ausencia.
A nadie le gusta tener que irse de su casa. La necesidad de miles de personas de huir de sus lugares natales para tener una vida digna, o simplemente para tener una vida, nos va a estallar en las narices a todos. Necesitamos entender que la población de los cinco continentes tiene el derecho a acceder a una existencia en la que esté presente el bienestar económico, así como la paz y el acceso a la educación. Hemos de ayudar a esos países, ricos en naturaleza y en recursos energéticos y minerales, a que lo logren con sus propios medios, porque tienen los mismos derechos básicos que los que nos llamamos civilizados y, aunque sea por un nuevo acto de egoccidentalismo, porque nosotros mismos nos veremos afectados si siguen creciendo las desigualdades entre los seres humanos.
Vicent Gascó
Escritor y docente.