Una existencia romántica.
Mi abuela materna, Tomaseta, era una capacitada analfabeta. Con este involuntario pareado me refiero a que no tuvo oportunidad de aprender sobre alfas, betas ni otras letras, aunque eso no le impidiera defenderse en la vida. Muchas personas nacidas, como fue su caso, mientras Cuba y Filipinas todavía eran territorio español (o incluso después) no tuvieron la oportunidad de leer ningún libro. Tal vez por eso, cuando en la celebración del centenario de Tomaseta mi hermano le leyó la poesía que yo le había escrito para un cumpleaños tan especial, mi abuela se emocionó hasta el punto de no salirle las palabras. “Anciana pero imprescindible” se titula el poema que siempre conservaré. Ella no sabía que yo escribía pero, además, nunca nadie, tampoco sus nietos, le habíamos leído ni una página, algo de lo que adquiero triste consciencia ahora, a la vez que tecleo estas líneas. Falleció pocos meses después. Como anécdota, transcurridas varias décadas encontré su DNI en un baúl y me di cuenta de que había nacido un año antes de lo que pensábamos. Así que no fue un siglo lo que celebramos, sino su centésimo primer aniversario.
Si pensamos en la historia de la humanidad, durante milenios han sido muy pocas las personas que han sabido leer y escribir. Incluso hoy en día en algunos países hay mucha gente analfabeta. Eso convierte a los que hemos podido ir a la escuela en privilegiados. Y ese privilegio es una invitación —casi una obligación— para aprovechar esa destreza extraordinaria de saber descifrar un código alfabético. Tal vez si apreciáramos la suerte que tenemos, abriríamos con mayor frecuencia un libro para descubrir qué universo se encierra en él.
No hay mejor legado que se pueda dejar a los hijos, a mi entender, que una biblioteca y, sobre todo, el hábito de la lectura.
Mañana es el Día del Libro. El 23 de abril coincide con la muerte de Cervantes, William Shakespeare e Inca Garcilaso de la Vega, sobrino nieto del poeta Garcilaso de la Vega; todos en el año 1616. En realidad Cervantes murió el día 22, pero fue enterrado el día siguiente. El Día del Libro se conmemora en España desde el año 1930. El 23 de abril se celebra, además, San Jorge. La leyenda, extendida por todo el mundo, narra como el soldado Jorge, nacido en la Capadocia a finales del siglo II, lanceó y abatió al terrorífico dragón. Se cree que la bestia representa el mal, la oscuridad, el demonio y San Jorge, a lomos de su caballo blanco, representa el bien, en el sentido del cristianismo.
El libro más vendido de la historia es la Biblia. La etimología nos lleva al material en el que se escribía, ya que en griego biblion significa papiro o libro, que, a su vez, proviene del puerto fenicio Byblos, desde el que se exportaban los rollos de papiro.
En una sociedad impaciente y apresurada, la imagen, en especial en movimiento, se ha adueñado de los artilugios electrónicos que visionamos a diario. Los vídeos de TiK ToK y las innumerables e interminables series de las plataformas televisivas son el dragón maligno —uno de ellos— que amenaza a la lectura, solo que no lanza fuego por su hocico sino rayos catódicos, si es que todavía estas radiaciones son las que emiten los televisores, móviles, tabletas y ordenadores actuales, que lo dudo.
Pero nunca ninguno de esos aparatos producirá la placentera sensación de coger un libro, sentir su peso, acariciar su tacto, atrapar su aroma. Los libros nos permiten soñar despiertos, viajar desde el sillón y aprender sin estudiar. Excitan nuestra imaginación, nos evaden de la cotidianeidad y nos generan todas las emociones posibles.
En la era en la que un programa como ChatGPT ya es capaz de generar un infinito océano de contenidos respondiendo a cualquier pregunta, la sencillez del mecanismo de un libro es, para mí, un soplo de aire fresco para huir de la complejidad incomprensible y de la amenaza e incertidumbre que se ciernen sobre nosotros con la Inteligencia Artificial.
Con un ojo puesto en esa vorágine digital, porque no hay duda de que tiene sus beneficios, el cuerpo me pide inclinarme hacia el papel impregnado de tinta, tanto para descifrarlo como para mancharlo con mis ideas. Y admiro a los que, desde una u otra posición, viven alrededor de los libros. Editoriales como Unaria, que solo publica en papel, son vestigios románticos que luchan con convicción, firmeza y esfuerzo por abrirse paso en un mundo plagado de pantallas luminosas. También los libreros y los bibliotecarios son seres que, con el encanto de lo analógico, tienen la suerte de pasar gran parte de su existencia entre páginas que narran la realidad y la ficción de nuestras vidas, entre papeles que pueden ser jóvenes o ancianos pero, como mi abuela, siempre imprescindibles.
Para todos ellos mi admiración y mi felicitación por el Día del Libro.
Vicent Gascó
Escritor y docente.