Carta del Obispo, D. Casimiro López Llorente, para este domingo
El evangelio del primer domingo de cuaresma presenta a Jesús en el desierto, donde ayuna durante cuarenta días, se deja tentar por Satanás y, al final, es servido por los ángeles (cf. Mc 1,12-13). Jesús inauguró así la cuaresma, nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado y rechazar las tentaciones para caminar con él hacia la Pascua.
El ser humano nunca está exento de tentaciones en esta tierra. Así lo sufrió también Jesús. La gran tentación, raíz de todas las demás, es querer suplantar a Dios y construir la propia existencia, el mundo y la historia al margen de Dios. Es la tentación de una libertad totalmente autónoma y de querer poner orden en uno mismo y en el mundo contando sólo con las propias capacidades; en una palabra, es la pretensión de querer salvarse por sus propias fuerzas. La historia y el presente nos ofrecen muchos falsos profetas que prometen el paraíso en la tierra; y, con harta frecuencia, traen todo lo contrario: esclavitud, injusticia, mal, pecado y muerte.
En Jesús, Dios se encarna y entra en el mundo para cargar con el pecado, para vencer el mal y para llevar al hombre al mundo de Dios, Por ello pide: “convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15); es la invitación a tener fe en Dios, a convertir a Él nuestro corazón, a orientar hacia el bien nuestras acciones, pensamientos y deseos.
Para renovar nuestra relación con Dios, la cuaresma nos propone los medios del ayuno, la oración y la limosna. Al ayunar seguimos el ejemplo de Jesús en el desierto, que nos dice: “no sólo de pan –es decir, de comida y de bienes materiales- vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El verdadero ayuno no es sin más privarse de algo; pide ser vivido con humildad para descubrir de nuevo el don de Dios y nuestra realidad de creaturas, necesitadas de Dios. El ayuno suscita en nosotros ‘hambre’ de Dios y de su Palabra, lleva a la oración y al deseo de abrirse a Dios y a su amor confiando en su bondad y misericordia, nos abre el camino hacia Dios para a amarle de todo corazón. El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. Por eso, el ayuno nos lleva a tomar conciencia de la situación de necesidad de tantos hermanos y nos pide socorrer al que está solo, enfermo, sin hogar o herido por la vida.