El monstruo invisible

El monstruo invisible

La tiranía de los tiempos modernos.

 

Todas las autocracias, para alcanzar sus objetivos, tienen unos mecanismos similares de funcionamiento: la imposición de leyes y normas, muchas veces injustas e irracionales; la falta de información a la población; la ausencia de participación de los ciudadanos; el sesgo en la realidad y la censura de todo aquello que sea contrario al código ideológico del que manda; el control de las personas a través de instrumentos tácitos o conocidos por todos; el uso de los medios de comunicación para influir y condicionar a los gobernados; la predominancia de las élites sobre los que son diferentes a ellas; el uso del miedo para conseguir la inacción, etc.

Salvando las distancias, de una forma parecida se comporta la digitalización sobre los usuarios de las nuevas tecnologías. Al menos, sobre algunos de ellos, aquellos que, como los ciudadanos de a pie frente a las jerarquías despóticas, se hallan perdidos, indefensos e impotentes a la hora de utilizar los dispositivos electrónicos y los programas informáticos creados para realizar cualquier tipo de gestión.

En dos o tres décadas, de forma progresiva pero exponencial, hemos pasado de la calculadora a pilas a complejos ordenadores y teléfonos inteligentes. Hemos saltado de las operaciones matemáticas que más o menos todos habíamos aprendido en la escuela a ignotos algoritmos que se nos escapan no solo al conocimiento, sino a la razón. En el siglo pasado tomábamos las decisiones, personales o profesionales, en base a una información ordenada, limitada y que parecía fiable. También la intuición era un factor importante en muchas ocasiones. Hoy en día, con millones de datos en los buscadores informáticos, cuya fiabilidad no está garantizada, con miles de inputs invadiendo nuestros dispositivos —la mayoría con fines comerciales, pero también algunos con un notable carácter ideológico— y con infinitud de plataformas, redes sociales, páginas webs, aplicaciones, programas, etc., muchas personas están más desinformadas que nunca. Y más perdidas.

Solamente una élite conoce realmente cómo funciona la compleja inteligencia artificial, la red digital de comunicación y de almacenamiento y procesamiento de datos (muchos personales) a nivel mundial. Y es esa élite quien decide cómo, cuándo y dónde. Los demás somos espectadores de una vertiginosa carrera de fondo en la que queremos participar, pero en la que somos muchos los que no tenemos la preparación suficiente para competir.

Es muy difícil asimilar los imparables cambios en la forma de realizar cualquier gestión —que la epidemia del COVID-19 aceleró—, sea con empresas privadas o públicas. Nos encontramos con desquiciantes máquinas parlantes cuando pretendemos usar el teléfono; con misteriosos sistemas biométricos de acceso, con que cada día aparecen novedosos y casi mágicos instrumentos y máquinas para simplificar los procesos, con complejos formularios informáticos a los que nos vemos obligados a recurrir porque la cita presencial está en vías de extinción y a una información expuesta exclusivamente en nuestras pantallas cuando la necesitamos.

Algunas personas, como ha sido el caso del médico jubilado valenciano Carlos San Juan, con su campaña para la recogida de firmas “soy mayor pero no idiota”, han dado visibilidad a un fenómeno que subyace invisible en nuestra sociedad: la brecha digital. La repercusión de la campaña ha sido importante porque muchas personas se han visto reflejadas en el problema. Carlos San Juan se ha limitado al ámbito de la banca, a la dificultad de los usuarios de cierta edad para realizar gestiones que ya solo se permiten a través de internet; pero son muchos otros los campos en los que los ciudadanos tienen serias dificultades.

Esta brecha es una forma moderna de analfabetismo. Y, en mi opinión, dada la velocidad de la maquinaria digital, no solo afecta a los más mayores. Se considera que un tercio de la población se encuentra dentro del segmento que, bien por no disponer de dispositivos adecuados, bien por no tener una conexión adecuada, bien por no ser capaz de manejarse en los numerosos, diversos y complejos software, está fuera de onda. Y estar fuera de onda da lugar a una nueva discriminación social, según un informe de Cáritas y de la Fundación Foessa: personas desinformadas, sin derecho a acceder a subvenciones y ayudas, ni a formación y ofertas laborales, entre otras limitaciones.

La frustración es una constante cuando se afronta cualquier trámite por internet y no se sabe o no se puede realizar. Todos, incluso los que hemos tenido la suerte de tener cierto adiestramiento digital, nos hemos encontrado en situaciones que nos provocan estados de ansiedad al ver que, tras una gran pérdida de tiempo y un enorme esfuerzo, hemos tenido que pedir ayuda o, simplemente, abandonar la gestión que pretendíamos realizar.

El talento tecnológico y digital es objeto de formación y de entrenamiento. Quienes han nacido en un entorno digital tienen el tema resuelto. También los que han necesitado esas herramientas para su trabajo y reciben formación continua en las empresas. Para el resto: los que ocupan empleos manuales, los que tienen funciones que no requieren el manejo de la tecnología, los amos y amas de casa, que todavía quedan algunos, y los jubilados, el monstruo acecha en cada gestión que se necesita hacer. Incluso para los que mantienen un contacto habitual con programas y dispositivos digitales es muy fácil quedarse atrás porque la tecnología avanza más rápido de lo que somos capaces de asumir y de aprender ¿Y cuál es la respuesta de la sociedad? Muchas administraciones, de espaldas al problema, exigen que la totalidad de las tramitaciones se hagan a través de medios digitales, los bancos disminuyen plantillas y amplían las líneas de cajeros, e incluso algunos de ellos exigen la tramitación a través del móvil, y muchas empresas se relacionan con sus clientes y ofrecen sus servicios exclusivamente a través de medios telemáticos.

Aunque la tecnología digital ha traído a las sociedades modernas nuevas adicciones, ha supuesto cambios radicales y no siempre positivos en la forma de comunicarnos —con la aparición de las redes sociales—, ha modificado la forma en que la infancia ocupa su tiempo de ocio y ha supuesto un menoscabo en nuestra intimidad, ya que el Big Data es como el orwelliano “Gran Hermano” de la distópica novela 1984, con el que, a través de patrones de comportamiento repetitivos, se generan modelos predictivos basados en datos históricos para controlar todos nuestros movimientos, nuestros intereses y nuestras ideologías, y para manipular la información (temas muy relevantes que dan para otro artículo), es incuestionable que la tecnología digital es el motor del progreso, de la productividad y del nuevo talento, que nos ayuda en todas las disciplinas profesionales y en muchas facetas personales, que consigue que se talen menos árboles para fabricar papel y que, entre otras ventajas, podamos teletrabajar y contaminar menos con nuestros desplazamientos. Sin embargo, la sociedad ha de poner solución al preocupante fenómeno de la brecha digital porque, lejos de minorar, irá a más si no se aborda adecuadamente.

Un mundo digitalizado requiere que los usuarios dispongan de competencias nuevas, de las que carecemos incluso los que accedimos hace tiempo a estudios superiores porque entonces no eran necesarias y no formaban parte de los planes educativos. Se nos ha venido encima, como un tsunami, un volumen inmenso de nuevos conocimientos por aprender y de nuevas destrezas por adquirir, que no dejan de cambiar y de crecer en cantidad y complejidad. Las Administraciones han de reconocer este hecho y han de hacerse cargo de la formación y entrenamiento del enorme segmento de población que no dispone de dichas competencias. También las empresas, industriales y de servicios, deberían articular un sistema fácil y gratuito para formar a sus clientes cada vez que incluyen o modifican metodologías digitales en sus procesos de venta.

Mientras tanto, el monstruo invisible, cada día más cebado, sigue acechando.

Vicent Gascó
Escritor y docente.