Con la venia: Corrían las últimas semanas del 2005, y los primeros días de una exposición mía en Las Aulas.
Se desarrollaba la muestra con muy notable cobertura de prensa, numerosa asistencia de público, y excelente acogida de la obra. Era para mí un momento de giro vital, amplio y mágico, porque -además de enseñar mi producción- estaba despidiéndome de unas décadas tan hermosas y duras como solo la vida puede serlo. Cerraba yo una etapa de resistencia difícil a unas circunstancias brutales, trabajando en un vivir nuevo y suave que ya me había decidido a merecer.
Estaba particularmente contento del montaje, que dividí en tres espacios, usando la capilla para las telas de gran formato, las cuales logré hacer que flotaran a buenos tres palmos de la pared, por lo que ondeaban al paso de los espectadores. En la sala grande monté un cómodo taller, en el que trabajaba sobre varios cartones -según costumbre- y recibía a las visitas que venían con ganas de charlar. La salita chica albergaba un a modo de escaparate, con los bocetos producidos en la estadía.
Llegaste una tarde, de improviso. Limpia de mirada, con tu paso de dama joven, vestida elegante y sobria como acostumbrabas, peinada con la raya en medio y el moño bajo que solías llevar. Exacta de joyas; solo alianza y candangos, que más no era preciso.
Con un gesto me dijiste que querías mirar y ver. Sola pues, recorriste en silencio -y con atención- la capilla y la sala chica. Luego viniste al taller, reparando en los detalles, curioseando en los baúles abiertos, rozando alguna pieza con la punta de tus dedos, sosegando el lugar con tu paseo.
Cuando te acercabas al sillón de Manila, que yo te ofrecía como asiento, sucedió la maravilla; el aire entre nosotros vibró y empezó a acariciarnos. Respirábamos quedo, y era música lo que sonaba. Nos quedamos mirándonos. Y me hablaste.
-¿Así que esta es tu intimidad?-
-Sí. Y espero que te sea cómoda-
-Lo es, pero sobre todo me resulta feliz-
-No podría pedir nada más. Muchísimas gracias-
-Te las doy yo a tí, por hacerme sentir así con tus pinturas-
-Si aceptas sentarte en el Manila y posar unos minutos, te hago un par de bocetos-
-Sí, claro; en un momento. Pero antes, como veo que te has traído tu bar, quisiera beber algo contigo-
-De mil amores. Toma; ya te había preparado el sorbo que aquí es norma-
-¿…y será de…?-
– Absenta. La de Marí Mayans. No conozco otra mejor.-
-¿Grados?-
-Todos-
-Es muy bonita de color, y huele firme, pero con fineza–
-Sabe exactamente igual que huele-
-No puedo beber alcohol, pero no voy a rechazar tu regalo de bienvenida-
Mojaste dos veces el dedo corazón de tu mano izquierda en la copa que yo aún sostenía, pasándolo a continuación por detrás de tus lindas orejitas, y haciendo titilar tus aretes como por casualidad. Luego, recogiste de nuevo otras pocas gotas de licor y sin parpadear, pero con pasillos de chispas en los ojos, te acariciaste la piel en el escote, Y sonreíste toda.
Levanté la copa, brindamos en silencio por el instante, y me bebí -en trago inolvidable- el licor que habías convertido en tu perfume. Desde ese día, en mí vida, tu nombre es Oasis.
Banda sonora recomendada:
Para tu partida me pide el ánimo una pieza fluida, esperanzada, triunfante, hermosa. En un idioma que se comprenda por su cadencia, sin necesidad de conocer sus palabras. A cargo de una voz hembra, timbrada por la tierra, la mar, y la sal. Como tú.
Espérame y, mientras tanto llego, recibe mi beso más largo con el Inta Oumri, en versión de Úm Kalsúm.
Manolodíaz.