¿Qué hace que un deporte pueda generar tanta pasión?
La etimología de la palabra emoción nos traslada al término en latín “emovere”, que significaba remover, sacar de un lugar o sacudir. Precisamente esto, sacarnos de nuestra zona de equilibrio y alterar nuestro ánimo, es lo que hacen las emociones. Una frase que uso a menudo en mis clases sobre gestión emocional es “nos mueve los que nos conmueve”.
Eso explica que millones de personas rompieran a reír, a bailar, a gritar y a llorar, en todo el planeta, después de que Gonzalo Montiel marcara a Francia el definitivo penalti que le dio a la selección argentina la Copa del Mundo. La alegría desbordada de los vencedores contrastó con la tristeza más inconsolable de los perdedores.
Si cada semana, con las ligas nacionales y los torneos internacionales de clubes, se produce este fenómeno, cada cuatro años se magnifica exponencialmente con el campeonato que enfrenta a los equipos nacionales de todos los continentes.
¿Qué hace que un deporte pueda generar tanta pasión? Hemos visto aficionados con el rostro de Messi tatuado en su piel, con su dormitorio convertido en un santuario albiceleste o con la figura de Lionel pintada en la fachada de su casa. Hemos visto a miles de argentinos cruzar medio mundo y gastarse mucho dinero para asistir al Mundial de Catar, a una abuela convertirse en la más popular de las aficionadas por la desatada devoción hacia su equipo o a varias personas jugándose la vida en lo alto del obelisco de Buenos Aires, a 68 metros de altura durante las celebraciones.
Es evidente que alcanzar un objetivo es motivo de alegría, así como no lograrlo lo es de decepción. Pero en el caso del futbol (y, en menor medida, otros deportes) convertimos en objetivo propio el propósito de otros.
Creo que es un conjunto de factores lo que lleva al fútbol a despertar emociones tan intensas y duraderas en el tiempo (es seguro, por ejemplo, que la celebración en Argentina se alargará varios días, como mínimo). Un equipo representa unos valores y, sobre todo, un profundo sentimiento de pertenencia, algo que todos necesitamos. Por eso, cuando un equipo gana o pierde, los aficionados sienten en primera persona que ellos mismos han ganado o han perdido.
Por otra parte, los poderes mediáticos ejercen una influencia muy poderosa para provocar este sentimiento de identificación con unos colores y con un escudo. Los espacios deportivos de los noticiarios de televisión se centran principalmente en el fútbol y cada vez duran más. Además, han aparecido transmisiones que han copiado el formato de programas de debate del corazón, de dudoso buen gusto, con acaloradas discusiones entre los tertulianos y en los que no solo se habla de deporte sino de asuntos personales y morbosos de la vida de los futbolistas.
Con todas estas influencias, alzamos a la categoría de dios a la persona que consideramos más hábil del mundo con una esfera de cuero en los pies y al nivel de héroes nacionales a sus compañeros de equipo. En los estadios de Catar se ha visto a hinchas con bebés y con niños pequeños cuyos rostros expresaban alegría o derramaban lágrimas según lo que iba ocurriendo sobre el césped. Cuando desde tan corta edad, futbol y emociones van cogidos de la mano, no es de extrañar que el fútbol se haya convertido en el mayor fenómeno movilizador de masas, si excluimos los acontecimientos bélicos y los desastres naturales, de la historia de la humanidad.
A veces pienso qué pensarían los extraterrestres si nos visitaran durante la celebración de un Mundial o cuál será la conclusión de los habitantes de la Tierra dentro de unos milenios sobre nuestros comportamientos actuales en relación al fanatismo que rodea al fútbol.
No soy del Barça, pero he disfrutado viendo a Messi con sus regates concatenados, sus pases imposibles y sus estéticos goles desde hace casi veinte años. Por eso considero que también formo parte de esa ingente masa de personas hechizadas, en mayor o menor medida, por un referente deportivo. En el caso del ilustre hijo de la ciudad de Rosario, también he simpatizado con él como persona, ya que nunca le he visto la soberbia que sí han mostrado otros célebres deportistas. Espero que ahora, cuando ya son muchos los que pensamos que es el mejor de la historia, no incorpore a su personalidad ningún rasgo de prepotencia, pese a que lo atavíen con túnicas protocolarias como si de un príncipe emir se tratara, generando una extraña y, en mi opinión, ridícula imagen durante la recogida de la copa.
Los jugadores argentinos, quiero pensar que por el desmesurado ardor del momento en la celebración en el vestuario al finalizar el encuentro, lanzaron cánticos ofensivos contra los rivales. Todo ello, después de que el portero, “Dibu” Martínez, protagonizara un obsceno gesto en la recogida de su premio como mejor guardameta del torneo, al apoyar el trofeo en sus partes bajas. Fue uno de los artífices del triunfo de su equipo, pero mostró una forma de ganar y de burlarse del rival que no es en absoluto un buen ejemplo para los millones de niños que vieron el partido. Estos hechos son una muestra más de la potencia de las emociones y de lo poco entrenados que estamos para controlarlas.
Capítulo aparte se merecen los vándalos que aprovechan para dar rienda suelta a su frustración durante las aglomeraciones y destrozar todo lo que se les pone a tiro en muchas ciudades.
Aunque el físico me advierte de que ya hace tiempo que llegó la hora de retirarse de un deporte tan agresivo, todavía juego al fútbol cada semana y, sin ser socio de ningún club, ni asistir a los estadios, me gusta verlo por televisión. Entiendo, por tanto, la pasión que levanta este deporte porque puedo sentir las emociones del juego y del resultado. Aun así, no deja de sorprenderme que el éxito o fracaso de un equipo pueda provocar tal euforia o tal desdicha, superiores de largo a las que esas mismas personas sienten frente a logros o fracasos personales o a acontecimientos felices o desgraciados de sus vidas.
Hasta qué punto llega la trascendencia de este fenómeno deportivo que el mismísimo presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron bajó al terreno de juego del estadio de Lusail para consolar al astro francés y ganador de la bota de oro, Kylian Mbappé, y dio un discurso al equipo en el vestuario para agradecerles su esfuerzo como si de un batallón de soldados, vencidos en batalla, se tratara.
Hace unos días hablé con la amiga argentina que me ayudó a que el personaje Roman, de “Los perros del bambú” —en la ficción nacido en Buenos Aires— se expresara en los diálogos de la novela en el español propio de aquel país. La chica me comentaba que durante el periodo que lleva en España, unos tres años, la inflación de Argentina se sitúa en el 50%. Sin duda el fútbol ayuda también a muchos habitantes del mundo a evadirse de los problemas económicos, bélicos o de cualquier otra índole en los que están sumidos. Ser espectador de la rivalidad dentro de un campo de futbol, especialmente si la contienda es tan épica, sorprendente y emocionante como lo fue la final entre argentinos y franceses, nos ancla en el presente y nos libera de esos indeseados viajes al pasado o al futuro con los que nos fustigamos mediante la culpa o las preocupaciones. Esto no es malo si no fuera porque, en mi opinión, tiene un poder apaciguador que les viene de perlas a los gobernantes y a los poderes económicos frente a las enormes injusticias y desigualdades que padecemos los humanos.
Todo ello sin olvidar, como ya narré en un artículo de hace unas semanas, que este Campeonato Mundial está manchado con la sangre de más de seis mil trabajadores, según The Guardian y según la estimación de Amnistía Internacional; aunque la hipocresía de Infantino, presidente de la FIFA, reconozca solo tres fallecidos y tenga la indecencia de decir que se siente orgulloso de que se ofrezca trabajo a la gente que lo necesita, sin valorar, pese a ser abogado, que el trabajo digno requiere de unas mínimas condiciones de seguridad y salud. Infantino, otra marioneta, como tantas, del poder de los petrodólares, prohibió a los jugadores llevar un brazalete con los colores del arco iris con el que pretendían denunciar la persecución de los homosexuales en Catar. Este país, dirigido por el Emir, Tamim ben Hamad Al Thani. discrimina a las mujeres y vulnera otros derechos humanos, como el de la libre expresión.
En fin, obnubilados o no por las emociones que genera el fútbol, tengamos la lucidez suficiente para dar la enhorabuena a los argentinos y para denunciar los desmanes que han rodeado este torneo con el fin de que nunca más se celebre un mundial en un país que no respete a las personas.
Vicent Gascó
Escritor y docente.