En tu plaza, a bocanoche

En tu plaza, a bocanoche

Con la venia: Son las ochipico de la tarde deste sábado ardoroso, amolador, irrespirable.

 

Vengo de ayudar al Catalín -un colega rumano, también chamarilero- a cargar en su batea la vieja, enorme, y sucia cámara frigorífica del bar El Jardín el cual, según parece, se traspasó a unos naskys, destos que nos usan a los chamas para quitarse los trastos de enmedio, antes de montar un ecogastrowok de uñas decoradas o algo aún pior, si es que lo hubiera.

No me ha hecho caso el Catalín cuando cargábamos, y temo por la estabilidad del roñoso aparato, que quedó muy alto, mal timbrao, sin trinca firme, y con el peso fuerte arriba. Pero es su batea, son sus músculos, y le mordía la prisa; el peor enemigo de la buena estiba. Murmuro una oración porque llegue a puerto sin problemas.

Aspadico quedé por la faena, así que me arrimo a PlazaPía -a esa y no a otra, ¡quécarajo!- y me siento en la terraza del Gols por liarme un permitido y sirotar un quinto. Cuando llega a mi mano el botellín no está lo que se dice fresquito en forma alguna. Según capto mañana se vacata este bareto, así que hoy ya no gastarán un duro más enfriándonos las birras. Ni tampoco rebajarán un cobre en el precio para compensarnos la calentura cervecera. Hay que joerse.

A contracorazón le doy un pruebe corto al quinto. Los tibios meaos de vaca que contiene son motivo -de sobra- p’asesinar diez camareros y que el Juez te absuelva, e incluso te invite a una botella de Krug. Escupo en un klinex la ponzoña, arrugo el resultao, y con una curva elegante lo emboco en la papelera. Más tranquilo, aparto el envase de mi vista y, por olvidar un poco, leo el entorno.

A mi izquierda en el jugadero infantil, un crío sentao arriba del amarillo tobogán, teclea en su móvil. Importante será lo que se lleva entre manos, porque el zagalico está concentrao en ello, sin mover ni pie ni pata.

Entre el chaval teclero y yo, hay uno desos bancos de madera municipal atornillada en barras, y allí se sienta un Treintaylargos que llama mi atención porque, hasta de espaldas, se le ve que trae un largo amargo.

Está tostao en la color. Es alto, flaco, crespocano, afilao de cara. Usa camiseta negra, bermudas -al tajo- de liváis loscóst, nikés del chino.Tiene los codos hincaos en las rodillas, puños bajo el mentón, curvá la espalda, las piernas tensas, levantaos los talones, las punteras clavás en el suelo. Lleva la barba del que no le queda plata para afeites. Hace que mira hacia adelante, pero se nota que está muy para adentro. Me conduelo dél, porque esa su postura fue la mía muchas veces, y sé cuanto requeme la produce.

Unas MuyOtras llegan a la mesa de la derecha, y una floresta cursi de vestido veraniego se me acerca: puedotomarestasilla, porfavorsírvase, gracias, náydequé. No me ha reconocido la señioóora. O tal vez sí, pero no se le notó, ni a mí tampoco. Claro que ahora soy un viejata y, con este calorazo, tampoco valgo dos miradas aristó, desas que le son tan propias. En su mesa se entama una charleta mododisney, contrapuntá con los risrráses y táctacás de sus abanicos. Les cierro mi canal de audio, no sea cosa.

Repaso el paisaje, y hay sorpresa; en la esquina en la estuvo el Comedero Armenio aparecen y se paran una mujer y cuarto. De inmediato Treintaylargos se retensa, pero antes de que se levante ya viene una RayitoRubia corriendo, con los bracicos abiertos. Su agudo Paáápiíí suena alto y claro y hace vibrar la plaza, contando a todo el mundo que es la hora de estar juntos otra vez. Ni mil campanas trinitarias al volteo podrán cantar jamás tanta alegría.

Aparto la vista, que su encuentro solo a ellos pertenece. Me levanto y voy al WinstonChurchill a mojarme la jeta. De nuevo en la calle, me agradezco por dentro con un ronrocas. Lo he pedido en tanque, con todo el yelo que quedaba en el bareto. Está de envidia y vicio. A lo lejos, cruzando por Noroña, aún distingo a Treintaylargos y su Niña, cogidos de la mano, tintineando como dos cascabeles. Benditos sean.

Sentadico a la mesa me lío por fin el permitido y, alternando con sorbitos del ronrocas, me dispongo a echar humo. Chispas ya hace rato que las tiro, porque allá en la esquina derecha, el arbolazo ese -jacarandá, o flamboyán, o como leches se llame- me tapa con sus verdores tu ventana y casi toda la casa en la que vives.

Perra hora esta; sigo enfiebrao contigo, pero ya no me reflejo en los espejos de tu habitación, y ni aún la puerta de tu casa veo. Hace más de quince meses que no sé de norte, o reloj, o fuente tuya.

Empiezan a recoger la terraza los que pueden hacerlo. Recabo mi bolsón, apago el pito, apuro el tanque, pago y piro. El tobogán amarillo está vacío, la plaza en silencio, tu puerta oculta. Camino de mi queo, me repito en voz alta que la nostalgia es un error, pero no sueno nada convincente. Hoy mis cicatrices no me defienden, y tu recuerdo abrasa.

Banda sonora recomendada: Se merece esta ocasión una elegía. Buenos serán esos 06.49 minutos de la Opus 24 de Gabriel Fauré, en la versión Rochat/Garstká.

Manolodíaz.