Las colas del hambre no son juegos La preocupación es como un virus que nos aproxima a un estado permanente de obsesión nada recomendable. Hay razones objetivas para notar la infección en el ánimo, que decae, se deja ir y se abandona. Y las hay subjetivas, tipo ambientales, porque el día ha amanecido gris, frío...
Las colas del hambre no son juegos
La preocupación es como un virus que nos aproxima a un estado permanente de obsesión nada recomendable. Hay razones objetivas para notar la infección en el ánimo, que decae, se deja ir y se abandona. Y las hay subjetivas, tipo ambientales, porque el día ha amanecido gris, frío y lluvioso, o porque quién sabe si el descenso de las temperaturas ha propiciado que el HdP recupere su zona de confort. Las evidencias del jueves 14 de mayo, víspera de San Isidro: hay más contagios (506, hasta 229.540) y más muertes (217, hasta 27.321). Hay más familias que no encuentran una respuesta sencilla para un castigo sobrevenido del más allá –Trump dice que de China; Macron lo sospecha, como Dominic Raab; Sánchez no se pronuncia-. Hay más familias desoladas, rotas por el dolor, y más enfermos que mueren solos sin otro consuelo que el tratamiento paliativo, del que lo ignoran todo. “Los sedan y llega su hora”. Es la solución drástica para después de la criba.
Los condenados del coronavirus suben al patíbulo privados de voluntad. Es un hecho objetivo. El ataque del Covid-19 es tan jodidamente cruel y despiadado como William Munny (Clint Eastwood, «Sin perdón»): “Ahora voy a salir, si veo a algún cabrón ahí fuera, le mataré, y si a algún cabrón se le ocurre dispararme, no sólo le mataré a él sino que mataré a su mujer, a todos sus amigos y quemaré su maldita casa, ¿me habéis oído?”. ¿Escucharán los políticos, algunos políticos políticas, las barbaridades y las sandeces que a veces escupen? ¿Habrá recapacitado Rafael Simancas cuando le han demostrado que señalando a Madrid como la tercera comunidad con más letalidad del mundo por “la Covid” ha metido la pata hasta el corvejón? Sólo en España hay tres comunidades con índices peores que los madrileños en ese triste capítulo: Castilla-La Mancha, Extremadura y Aragón. ¿Es culpa de los tres gobiernos autonómicos, todos del PSOE, la letalidad de esta pandemia en España, es culpa del Gobierno Central, que todo lo domina, lo aglutina y lo ordena, o es, simplemente, la fatalidad? Las campañas de promoción o de destrucción o se organizan concienzudamente o no hay tu tía. Una verdad a medias destroza el trabajo bien hecho; una mentira retrata a quien la propaga.
Las pruebas documentales no admiten réplicas, ni las algaradas “coronapijas” en el selecto barrio de Salamanca, donde vive Pablo Echenique –precisamente a él se le ocurrido lo de “coronapijo»-, ni las colas del hambre en Aluche. Es poco edificante ver a un tipo con un palo de golf aporreando una señal de tráfico reclamando, tal vez, volver a practicar su deporte favorito a cualquier hora del día y sin límite de tiempo. El “Cojo Manteca” resultaba más convincente. El contraste, en otro barrio madrileño, el de Aluche. En Barcelona, la demanda de comida social ha crecido estos días un 40%, más o menos como en Madrid. Los bancos de alimentos agotan las existencias de una semana en un día, porque ya no son sólo los pobres de pedir a quienes socorre; ahora, en esas larguísimas colas de Aluche, donde se guarda la distancia social y no como en Núñez de Balboa, hay personas que se han quedado sin empleo, sin ahorros, sin recursos, sin posibilidad de empeñar una sortija en el Monte de Piedad porque ya no les queda nada, casi ni esperanza. Dependen de la caridad. No llegan las prestaciones, ni el pago del ERTE ni el IMV (Ingreso Mínimo Vital). Hoy por hoy, España es el quinto país de la Unión Europea con mayor tasa de riesgo de pobreza, detrás de Letonia, Lituania, Bulgaria y Rumanía. Quizá la explicación a tanta miseria, a tanto infortunio, a tantísima indigencia, paro y devastación encuentre la solución en las peregrinas teorías del diputado Simancas: si Aluche fuera un barrio de Bucarest y no de Madrid, en España no habría tanta penuria demostrada.
Estoy leyendo “Desgracia”, de J. M. Coetzee. En la portada del libro, un perro famélico para constatar que cualquier tiempo malo puede ser peor. Las adversidades son cíclicas, se repiten cada cierto tiempo, es curioso, como es llamativa la conclusión a la que llega este Nobel de Literatura sobre la implantación del censor –el ministro Castells piensa, como en China o Corea del Norte, Irán o Cuba, que hay que intervenir las redes sociales, nido de bulos y «fake news»-. Escribe Coetzee que el censor, en el sentido romano del término, nació cuando la vigilancia pasó a ser la clave, la vigilancia de todos sobre todos, y el perdón fue reemplazado por la purga. Todo lo cual me genera inseguridad, ¿nos censuran o nos censuramos? La autocensura y el periodismo no comen en el mismo plato. Y reclamar derechos sin guardar las debidas precauciones, o sea, la famosa distancia social de un par de metros, tampoco es argumento ni justificante porque conduce directamente a la disolución, la multa y la purga. Protestar amontonados contra el Gobierno, gritando consignas contra el 8-M, es como justificar el mitin de VOX el 7-M porque Moncloa no lo prohibió. Se dice de alguien que no tiene dos dedos de frente cuando “realiza una serie de actos que denotan que carece del mínimo sentido común o inteligencia”. No hagas lo que criticas y no critiques lo que vas a hacer. Sí, estamos apañados.
Día 60 de Estado de Alarma. Las colas del hambre no son un juego, ni la novela de Suzanne Collins, ni la película de Gary Ross con Jennifer Lawrence en plan heroína. Lo que ocurre en Aluche y en tantos barrios de tantas ciudades y de tantos pueblos de España es tan real como esta vida que nos ha tocado vivir. Acomodados en nuestra fortaleza, haciendo maratones por el pasillo y el salón, conectando de cuando en cuando la tele para seguir el ritmo lúgubre de las malas noticias, o el ordenador o el portátil para mantener el hilo con el exterior en constante funcionamiento es una realidad relativa, la nuestra, tangencial. Y aún respirando el mismo aire y pisando el asfalto de la misma ciudad, podría ocurrirnos como a aquellos ciudadanos de aquella canción de Joan Manuel Serrat, que vivimos en un mundo paralelo. “El vecino de Kundera se parece al mío. / Si algo tiene destacable, nadie lo diría. / Es un tipo muy correcto que se pasa al día / ocho horas tecleando en ordenador. / Mi vecino vuelve a casa y enciende la tele. / Y brinda con la familia con sidra ‘El Gaitero’. / Cuando el locutor afirma que en el mundo entero / no hay un lugar más seguro que nuestra ciudad. / Mi vecino nunca supo que esa misma noche / violaron en su calle a una adolescente. / Que asaltaron a dos viejas y que un indigente / apareció degollado en el callejón…”. Como «La abuelita de Kundera» y la de Belchite, Nines, bisabuela de Martín, sabe tanto de la vida como le han enseñado los 90 años que tiene. Sabe, por ejemplo, que “de todo se sale”. Ella es muy creyente, y disciplinada. Ángel “De la Guarda” Piedras me envió un vídeo con este pie: “Seguimos progresando”. Y se ve a Nines con mascarilla que, aunque despacito, camina apoyada en un bastón. Hace menos de un año necesitaba una silla de ruedas. “El bastón lo llevo en la mano izquierda, porque como el ictus me afectó al lado derecho, ese brazo me tiembla mucho. Pero estoy muy contenta. Cuando llegué a la residencia no podía andar”. Ángel le ha prohibido, no obstante, que se aventure sola con el bastón si no está él; que recurra al andador, que es más seguro. “Eso me ha dicho, y me ha llevado por el salón con un dedo. Y pensar que no podía caminar y casi ni moverme cuando llegué…”. Prueba superada, Nines. Ya queda menos. El día empezó torcido, pero termina infinitamente mejor después de ver ese vídeo y de tararear otra estrofa de Serrat: «La abuelita de Kundera y también la mía / conocían cada yerba y sus aplicaciones. / Sabían lo que tenían dentro los colchones. / Sabían leer el cielo y cocer el pan». #animopacienciaysolidaridad