La energía poderosa que da y que quita la vida.
Nuestros antepasados del Paleolítico hicieron un descubrimiento que cambio la historia: cómo producir fuego. Supuso un antes y un después en la vida del ser humano. El homo erectus, seguramente por una casualidad, observó que frotando un palo contra una madera o golpeando entre sí dos piedras se producían chispas que, en contacto con hojarasca seca, generaban fuego. Fue un hecho determinante para la evolución porque les permitió cazar de una forma rápida y cómoda. Pasó a ser tan sencillo como calcinar una sección de bosque y alimentarse de los animales muertos por el incendio. Descubrieron que esa carne afectada por el fuego sabía mejor, se digería con mayor facilidad y, libre de bacterias, no les producía infecciones digestivas. También algunos frutos y vegetales incomestibles en estado natural podían servir de alimento tras ser alterados por el calor. Así nació la cocina. Y con el sobrante de energía que supuso tener digestiones más fáciles creció el volumen del cerebro en la especie. Todos sabemos lo que implicó este cambio fisiológico para la evolución. Además, el fuego les permitió sobrevivir en una era en que las temperaturas eran más bajas que en la actualidad. Se cree que fue alrededor de una hoguera donde empezó la socialización y pudo nacer el lenguaje. También les sirvió para iluminar las cuevas en las que habitaban y para defenderse de otros animales que, a diferencia del hombre, no eran capaces de dominar el fuego.
Siendo uno de los cuatro elementos básicos de la naturaleza, junto al aire, el agua y la tierra, el fuego ha tenido un enorme protagonismo en la historia de la humanidad. Está cargado de simbolismo porque se asocia al sol, astro divinizado en muchas culturas, y también se relaciona con la pasión y con la energía poderosa. Es generador de luz y se concibe como purificador del alma. Aparece en la mayoría de rituales espirituales y religiosos e incluso está presente en los Juegos Olímpicos.
Sin embargo, para el ser humano, el fuego es capaz de abrazar, pero también de abrasar. Dentro de esa polaridad, se presenta en ocasiones como una bendición y en otras como la mayor de las fuerzas destructivas. El mismo hombre ha utilizado el fuego para terminar con lo que ha considerado “el mal”, como ocurrió con la ejecución en la hoguera de muchas mujeres que, con una sabiduría y un pensamiento distinto al establecido, se consideraron brujas, poseedoras del maléfico.
Cuando tenía 15 años, asistí junto a mi hermano a un campo de trabajo en Aineto, un pueblo abandonado en el prepirineo oscense. A los pocos días se declaró un incendio forestal en las inmediaciones del campamento que llegó a ser el mayor de aquel verano en España. El guarda forestal del desaparecido ICONA nos dio un batefuego a los tres chicos que teníamos más edad, nos montó en su Land Rover y nos llevó con él para ayudarle a sofocar el incendio cuando todavía no se había descontrolado. Recuerdo que el suelo quemaba tanto como el aire y que el sonido de los pinos al arder era aterrador, al igual que el silbido de las piñas al explotar y volar como un proyectil encendido. Nos mandó golpear los arbustos en llamas del borde de la pista mientras él talaba pinos en el otro lado con una motosierra intentando hacer un cortafuegos. Pronto salimos de allí porque el viento arreció y la cosa se puso fea. Cuando llegó el ejército nos desalojaron en los propios camiones militares. Esa experiencia, que utilicé como marco para el inicio de mi novela El Círculo XY, es inolvidable y regresa a mi mente cada vez que, como en este verano maldito, escucho que se ha producido un incendio forestal.
Estamos comprobando el lado más destructivo del fuego. En lo que llevamos de año se han visto arrasadas algo más de 200.000 hectáreas en España, según el Sistema Europeo de Información de Incendios Forestales (EFFIS), siendo el país de la Unión Europea con mayor superficie afectada. En el primer semestre el fuego ha calcinado tanto terreno como en todo el año 2012, que era hasta ahora el peor de la serie, y supera de largo las 87000 hectáreas que ardieron el año pasado. Mientras escribo estas líneas se está intentando apagar un fuego declarado en las inmediaciones de Fuentes de Ayódar, en plena Sierra de Espadán.
A los problemas medioambientales derivados de la contaminación y del avance del cemento y del asfalto se une este fenómeno agravado por olas de calor cada vez más numerosas, largas y precoces.
Para que se produzca una combustión es necesaria la presencia de material combustible, de oxígeno y de una fuente de ignición. El oxígeno se encuentra en el aire y el combustible abunda en la actualidad sobre el suelo de nuestros bosques. Solo se necesita, por tanto, una fuente de ignición para que la combustión se desencadene sin remedio, potenciada por el viento y por las altas temperaturas.
Según Greenpeace, en más del 96% de los casos, la fuente de ignición la proporciona el hombre, bien de forma intencionada (se considera que nada menos que en la mitad de estos incendios), bien por descuidos durante la quema de rastrojos o en otras actividades laborales propias de las zonas rurales, o debido a la negligencia de las personas que visitan el bosque con fines lúdicos y de recreo. En ocasiones son colillas arrojadas desde los vehículos, fogatas realizadas en lugares prohibidos, lanzamiento de fuegos artificiales o la refracción de botellas de vidrio dejadas sobre la maleza. El 4% restante corresponde a causas naturales, como rayos o, como ocurrió en la Palma, la lava de volcanes en erupción.
Detrás de todos estos desencadenantes subyacen otros factores globales: el cambio climático está provocando un progresivo incremento de temperaturas que, aunque pueda parecer irrelevante, tiene efectos devastadores sobre la vida vegetal y animal. Las lluvias copiosas del inicio de la primavera han inundado el bosque de maleza, pero la casi total ausencia de precipitaciones en los meses posteriores ha traído lo que se denomina estrés hídrico y ha convertido el suelo en un polvorín. Se conoce como “la regla del 30” cuando coinciden tres circunstancias: temperaturas de más de 30 grados, ráfagas de viento de más de 30 Kilómetros por hora y una humedad relativa por debajo del 30 por ciento. Es una situación idónea para que se produzca y se expanda un incendio forestal.
Por otra parte, el modelo de vida que hemos creado en Occidente nos aleja de las zonas rurales, que quedan despobladas y descuidadas. Desaparecen actividades agrarias y forestales tradicionales, disminuye drásticamente la ganadería de pastoreo, que era la principal limpiadora del monte y se dictan normativas que si, por una parte, se crean para conservar la naturaleza, por otra, encorsetan la intervención en los bosques dificultando las talas, la recogida de leña, etc. con lo que, paradójicamente, se interponen en las posibles medidas de prevención. La existencia de pinares y otros bosques muy inflamables donde antiguamente había carrascas y especies arbóreas menos combustibles también es un factor a tener en cuenta. Un bombero forestal me contaba hace unas semanas la dificultad de trabajar en lugares escarpados, cubiertos de espesa maleza, dentro de pinares muy inflamables.
Con este panorama, no solo se desencadenan más incendios sino que es más difícil sofocarlos, por lo que pasan a ser de grandes dimensiones y duraderos.
A menudo aparecen bulos en relación a las causas de los incendios forestales. Uno de los que se escucha con frecuencia es la existencia de terrorismo incendiario, bandas organizadas para quemar nuestros montes. La Fiscalía ha emitido informes en los que niega que haya evidencias de organizaciones criminales que funcionen de manera coordinada y planifiquen estos delitos. Con la prohibición recogida en la Ley de Montes, que impide —salvo excepciones muy concretas establecidas en la modificación de 2015— recalificar durante 30 años un terreno devastado por un incendio, tampoco la especulación urbanística parece ser una causa de peso.
La legislación contempla penas importantes, de hasta 20 años de prisión, para los autores de incendios. Sin embargo, pocas veces se aplica porque solo el 10% de los autores de incendios son identificados y condenados. Si pensamos que cerca de la mitad de los incendios son provocados, hay mucha tarea social por hacer para tratar la piromanía, un trastorno de los impulsos que aboca al sujeto a iniciar fuegos para gozar con la euforia que eso le produce. Pero no solo esa afección psíquica es el motivo de los incendios provocados. A menudo hay intereses económicos, venganzas y otros móviles del todo conscientes. También para los descuidos e irresponsabilidades que hacen que ardan nuestros bosques la ley recoge sanciones y castigos de cárcel.
Las consecuencias de los incendios forestales son desastrosas. La principal es la pérdida de vidas humanas, pero hay muchas otras como el desalojo de miles de habitantes de las zonas afectadas por el peligro del fuego y por el efecto del humo y que en algunas ocasiones no pueden regresar a sus casas porque han sido pasto del fuego. En un círculo vicioso perverso, la disminución de los bosques ayuda al calentamiento del planeta que, a su vez, es un generador de más incendios y de mayores proporciones. Es también una enorme tragedia la muerte de animales y plantas, a menudo —como en los últimos incendios— dentro de parajes naturales de gran valor ecológico donde viven especies en peligro de extinción y que supone una pérdida irreparable de la biodiversidad durante décadas. Además existen repercusiones económicas tanto en el turismo como en las actividades madereras, agrícolas y ganaderas. Por último el deterioro del suelo al erosionarse con mayor facilidad hace que lo que era un vergel pueda convertirse en una zona árida durante tiempo indefinido.
Hace pocos días hice una excursión a un cerro que fue afectado por el incendio forestal que tuvo lugar cerca de las urbanizaciones de la carretera que une Castellón y Alcora. Fue, si no me falla la memoria, en 2009, provocado por un vecino con problemas psiquiátricos. Recuerdo que pasé la noche despierto esperando la orden de evacuación que ya se había producido en urbanizaciones cercanas a donde vivo. El caso es que comprobé durante esa caminata que los nuevos pinos han crecido tan juntos y rodeados de tal masa de arbustos y monte bajo que en cualquier momento se puede desencadenar un nuevo incendio muy complicado de apagar.
Los núcleos urbanos, con la falta de planificación urbanística en nuestro país desde hace medio siglo, se encuentran en muchos casos diseminados y cercados por cantidades enormes de masa forestal que no se limpia.
El mundo está cambiando. Lo hace el clima y también la forma de vida y las actividades de la sociedad. Las Administraciones han de actuar en consecuencia destinando importantes partidas de presupuesto en el mantenimiento y limpieza de los bosques, con aprovechamiento de la maleza y de la leña para fines industriales, como la elaboración de abonos o de combustibles que entren dentro de la calificación de “verdes”. Por otra parte, los protocolos de actuación no deben limitarse a los meses de verano. También es necesaria la ejecución de planes de prevención y autoprotección para las viviendas rurales y núcleos urbanos próximos a los bosques. Yo fui el primero que no supe cómo actuar cuando se declaró el incendio del que he hablado antes. De la misma manera, hay que incentivar a los jóvenes para que no abandonen los pueblos y para que se recupere la ganadería de pastoreo e invertir en los medios de extinción y en los salarios y condiciones contractuales de los bomberos forestales.
En definitiva, si queremos tener el abrazo cariñoso del fuego y no el abrazo mortal que nos abrasa y abrasa nuestro entorno, debemos actuar de forma integral: educar, legislar, invertir, planificar y ejecutar protocolos eficaces durante todo el año tanto en la prevención como en una extinción segura y rápida.
Vicent Gascó
Escritor y docente.