Un equinoccio funesto.
Desde la ventana veo una nube grisácea que enturbia la tarde, como si la oscuridad quisiera ganar terreno a la luz que el equinoccio primaveral nos ha traído. El reloj marca las cinco. Reconozco esa atmósfera invadida por el aliento del desastre, no es la primera vez que aparece en el cielo sobre mi casa. La silueta del Penyagolosa se desdibuja detrás del humo que el viento arrastra en dirección al mar.
Consulto la prensa digital y confirmo mi sospecha: un incendio forestal devora el Alto Mijares. El nudo que cierra mi estómago se aprieta hasta doler al comprobar que se ha desencadenado en Villanueva de Viver, el pueblo donde he pasado los veranos de mi infancia y de mi adolescencia, y a donde vuelvo cada vez que puedo. El fuego, avivado por temperaturas impropias de marzo y por el viento, ha avanzado en pocas horas decenas de kilómetros y ha entrado en Aragón. Se han desalojado pueblos vecinos como Fuente La Reina, Puebla de Arenoso y numerosas aldeas.
Recién estrenada la primavera, con el recuerdo todavía sangrante de los devastadores incendios del verano pasado en la provincia, la rabia y la impotencia son las emociones que me asaltan. Ya entonces escribí un artículo sobre estas tragedias forestales y, por desgracia, esa siniestra capa de ceniza suspendida en el aire me ha empujado de nuevo a sentarme frente al ordenador.
Los montes son verdaderos almacenes de combustible. Han desaparecido los cinturones de cultivos que rodeaban los pueblos, dando paso a pinares y campos repletos de maleza. Nadie limpia el sotobosque, más denso que nunca, y la falta de lluvia de los últimos meses lo ha convertido en un polvorín. Pese a los precedentes, los planes de prevención de incendios se limitan a los meses de verano y la extinción se hace cada vez más complicada.
Paradójicamente, ayer fue el Día Mundial del Agua. La tercera parte de la población mundial vive en zonas donde el agua escasea y la Península Ibérica empieza a entrar en esa trágica categoría.
Todavía hay personas, entre las que se encuentran dirigentes políticos y poderosos empresarios, que niegan el fenómeno del cambio climático. Mientras tanto, esta misma semana el Panel Intergubernamental del Cambio Climático, compuesto por más de 700 expertos de todo el mundo, reunidos en Interlaken (Suiza), en su sexto informe anual, han pasado de forma consensuada del “muy probablemente” al “virtualmente seguro” a la hora de alertar sobre los fenómenos meteorológicos extremos a los que nos vamos a tener que enfrentar en los próximos años: inundaciones, avance de la desertización, descenso de la producción agrícola con el consiguiente incremento de los precios de los alimentos, deshielo en las regiones polares, aumento del nivel del mar y megaincendios forestales cada vez más frecuentes.
Señores negacionistas del Cambio Climático, ya no hay duda de que estamos destruyendo nuestro hogar de forma que podría ser irreversible. Aunque los intereses económicos sean una excusa para negar la evidencia, es una certeza que la temperatura media del planeta ha subido en el último medio siglo más que en cualquier otro periodo similar de los dos últimos milenios. Y el responsable es el ser humano. El aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero viene producido por la actividad humana, por este progreso que todos deseamos y disfrutamos sin ser capaces de advertir (o sin querer hacerlo) que acabará por destruirnos. Las concentraciones en la atmósfera de dióxido de carbono fueron en 2019 las más altas de los últimos dos millones de años.
Hace unos días vi en televisión como construían en las paradisiacas Maldivas diques de contención porque el mar ya está engullendo algunas islas.
La temperatura media del planeta es 1.1 grados centígrados mayor que antes de la revolución industrial. Los expertos piensan que se incrementará 2 grados más para 2050 si, como hasta ahora, los compromisos internacionales de reducción de emisiones son solo palabrería hipócrita.
Las consecuencias ya están al lado de nuestras casas, en los montes que nos dan oxígeno y que se convierten en oscuros escenarios desolados, en los cielos manchados de ceniza, en los pantanos que dejan ver sus panzas de tierra cuarteada, en la extinción de las abejas, de las mariposas que llenaban el aire de colores y de muchos otros animales calcinados por el fuego destructor.
El Panel Intergubernamental del Cambio Climático deja una puerta abierta a la esperanza. Pero esta puerta se cerrará con un portazo si las medidas que se adopten no son drásticas y rápidas, dentro de esta década. Todos los países, sin excepción, deben acelerar la descarbonización de sus economías. Si no lo hacemos con suficiente contundencia y rapidez, los sistemas naturales y humanos alcanzaremos el umbral de adaptación.
El sonido inquietante de las avionetas y de los helicópteros atraviesa los cristales de mi ventana. Leo que también Montanejos ha sido desalojado. La luz del atardecer se mezcla con el humo, el vaporoso resultado de la aniquilación de millones de árboles y de animales. La tristeza y el miedo se desplazan dentro de esa nube negruzca. Ojalá no haya víctimas humanas también.
Es nuestra obligación moral librar a nuestros hijos y nietos de un futuro repleto de riesgos e incertidumbres.
Tal como resumió el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres con uno de los axiomas a los que nos tiene acostumbrados: “La bomba de tiempo climática está en marcha, pero aún estamos a tiempo de desactivarla”.
Vicent Gascó
Escritor y docente.