Jacinta y el despertar a la verdadera belleza

Jacinta y el despertar a la verdadera belleza

Jacinta era de estatura mediana, con más gracia que belleza. Sus indiscretos ojos desprendían la futilidad de una luz marrón.

 

Le hubiera gustado ser como Lolita; alta, de larga y ondulada melena rubia, con rasgados ojos aguamarina y rosados labios carnosos pero la muchacha, a sus catorce años, solo había conseguido peinar unas cortas greñas oscuras.

Jacinta se ponía delante del espejo y copiaba los elegantes gestos de Lolita al fumar. Cuando exhalaba el fantaseado humo, con sus desdibujados labios forzaba tener una “boquita de piñón”. Se ayudaba de un roído lápiz como cigarro y se ponía la deshilachada peluca amarilla de un disfraz.

Algunas veces oía las conversaciones telefónicas de Lolita. Fisgoneaba tras la cortina y vislumbraba la fumadora silueta de su admirada colindante.

La primavera asomaba por la galería y aquella mañana, el piar de los gorriones hacía más eco que de costumbre. La armoniosa silueta de Lolita no estaba tras el ventanal.

La voz de un locutor resonaba desde algún transistor en los pisos de arriba:
-Interrumpimos la programación para informarles de una triste noticia.

Jacinta agudizó el oído llevada por un pálpito infrecuente en su plano pecho. El locutor seguía proyectando su robusta y articulada voz:

-Esta pasada madrugada ha sido encontrado sin vida y con claros signos de violencia el joven de 20 años Miguel Fernández Medina, más conocido como “Lolita Fernández”.

Jacinta giró sobre sí misma dejando atrás la voz del presentador. Se miró en el espejo. Sus indiscretos ojos desprendían la futilidad de una luz marrón, ahora, mojados en lágrimas. Jacinta se quitó la deshilachada peluca amarilla.

Pepa Sanz – Señora de Feroz