Carta del Obispo, D. Casimiro López Llorente, para este domingo,
La alegría del Adviento
El tercer domingo de Adviento invita a la alegría del espíritu. Lo hace con las palabras de san Pablo a los filipenses: “Gaudete in Domino”, “Alegraos siempre en el Señor”, porque “el Señor está cerca” (cf. Flp 4, 4-5). Ya el profeta Sofonías, al final del siglo VII a.d.C, se dirige a Jerusalén y sus habitantes exhortándoles a la alegría, porque “el Señor tu Dios está en medio de ti como poderoso salvador, se goza y se complace en ti, te renovará con su amor (So 3, 17-18). Esta promesa se realizó plenamente en Navidad, y la hemos de renovar en el “hoy” de nuestra vida y de nuestra historia.
Esta invitación a la alegría está destinada a toda la humanidad. También a los están sufriendo los efectos de la pandemia, los contagiados y sus familias, los parados y tantos otros. También nosotros podemos estar atenazados por el miedo o la incertidumbre, por la tristeza y la angustia. Algunos se preguntarán si no es cínico y fuera de lugar invitar a la alegría en medio de la tragedia del Covid-19. ¿Qué alegría pueden tener en esta situación los contagiados y sus familiares, los sanitarios o las personas que sufren soledad y abandono. ¿Cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al respeto en su sufrimiento? No podemos menos de confrontar la llamada a la alegría con la realidad dramática de la pandemia y todas sus consecuencias.
La palabra de Dios se dirige de modo privilegiado precisamente a quienes soportan pruebas, a los heridos de la vida y huérfanos de alegría. Esta invitación no es un mensaje alienante, ni un estéril paliativo, sino más bien una profecía de salvación, una llamada a un rescate que parte de la renovación interior. La alegría de que se aquí se habla no es algo superficial y efímero. Se trata de una alegría profunda y estable, que llena la vida de paz y de sosiego. Es la alegría que brota de la certeza de saber que “el Señor está cerca” (Fil 4, 5), de saberse siempre amados y nunca abandonados por Dios en su Hijo. Jesús, el Hijo de Dios, nace en Belén y muere y resucita, para hacernos partícipes del amor y de la vida misma de Dios para siempre. Esta es la fuente perenne de la alegría cristiana. Aún en la mayor dificultad, en la enfermedad y en la misma muerte, el creyente tiene la certeza de la fe de saber que Dios le ama siempre y nunca lo abandona.
Somos frágiles, limitados, finitos y pecadores; pero gracias al Hijo de Dios, que nace en Belén, resplandece en nosotros el amor y la vida de Dios, que llena nuestro corazón de alegría.