Carta de Mons. López Llorente para el domingo 15 de septiembre
La Cruz, signo supremo del amor
Queridos diocesanos:
La Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre, nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Cruz. Muchos quizá se preguntarán por qué los cristianos celebramos la Cruz, que es un instrumento de tortura, un signo de sufrimiento, de fracaso y derrota. Es verdad que la cruz tiene todos estos significados. Es más: en tiempos de Jesús, la cruz era la más vil de todas las condenas a muerte.
Sin embargo, a causa de que quien muere en la cruz es el mismo Hijo de Dios y lo hace por nuestros pecados y por nuestra salvación, la Cruz representa también el triunfo definitivo del amor de Dios sobre todos los males del mundo. Desde entonces, la Cruz ya no es sinónimo de maldición sino de bendición. Porque “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
La Cruz es pues la manifestación suprema del amor de Dios hacia toda persona humana y hacia la creación entera. En la Cruz, Cristo nos manifiesta que Dios es Amor: un amor compasivo y misericordioso, eternamente fiel a sí mismo y a sus creaturas. Por puro amor, Dios nos llama a la existencia, nos crea a su imagen y semejanza, y nos invita a participar de su misma vida. Dios no es un competidor del ser humano, ni tiene celos de su deseo de libertad y de felicidad. Todo lo contrario. Dios quiere que el hombre viva, que sea verdaderamente libre y eternamente feliz. Engañado por la serpiente, Adán se apartó de la confianza filial en Dios y pecó comiendo del fruto del único árbol del jardín que le había sido prohibido; quiso ser como Dios al margen o en contra de Dios. Se rompió así la comunión del hombre con Dios, con los demás, consigo mismo y con la creación. Como consecuencia de aquel pecado entró en el mundo el sufrimiento y la muerte. Los efectos trágicos del pecado, es decir, el sufrimiento y la muerte, se hicieron patentes en la historia de humanidad. Pero el amor de Dios por su creatura es tal que no la abandona ni tan siquiera cuando en uso de su libertad rechaza su amor. Dios mismo sale a su encuentro y envía a su mismo Hijo para darnos el abrazo del perdón, para librarnos de la esclavitud del pecado, del dolor y de la muerte. Muriendo venció el pecado, destruyó la muerte y, resucitando, restauró la Vida.
Por mucho que lo pretenda, el hombre no puede salvarse por sí mismo de las consecuencias de su pecado ni de la muerte. Sólo Dios puede librarlo de su esclavitud moral y física. Dios entregó a su Hijo unigénito, no para condenar al mundo, como requería la justicia, sino para que el mundo se salve por Él. El madero de la cruz se transformó en el instrumento de nuestra redención. El sufrimiento y la muerte, consecuencias del pecado, se transformaron precisamente en el medio por el que el pecado fue derrotado. Jesús, el Cordero inocente, fue sacrificado en el altar de la cruz y, sin embargo, de su inmolación brotó vida nueva: el poder del Maligno fue destruido por el poder del amor que se autosacrifica. La Cruz se transformó en árbol de la Vida, en fuente del Amor, en motor de perdón y de reconciliación, en motivo de esperanza. Cristo Jesús reina desde el madero de la Cruz, dando su vida, sirviendo, perdonando, reconciliando, amando a los hombres hasta el extremo.
En la Cruz está la Verdad, de la que Cristo es fiel testigo. En la Cruz, Cristo nos muestra cómo es Dios y cómo ama sin límite a los hombres. Ahí tenemos a Dios, único y universal: Señor crucificado, identificado con todos los que sufren cualquier tipo de enfermedad, humillación, escarnio, injusticias y pobreza, sufriéndolas en su propia carne, que es también la nuestra. La Cruz es la señal más clara de un amor que lo transforma y vivifica todo, que da sentido a todo. Cristo en la Cruz, es el Sí definitivo e irrevocable de Dios al hombre. Es el núcleo y el motor de la experiencia cristiana y de toda vida cristiana, llamada a dejarse transformar por Dios, haciendo del amor, del perdón, de la misericordia, de la compasión y de la reconciliación, en definitiva, de la caridad verdadera, la señal de identidad y el móvil de la existencia cristiana en todo.
Por todo ello, la Cruz es el símbolo principal del cristianismo y significa tanto para nosotros, los cristianos. Por ello nos duele tanto cuando la Cruz es mancillada o cuando es retirada del ámbito público por razones rebuscadas que quieren hacernos olvidar nuestras raíces cristianas. Cristo y la Cruz no se imponen a nadie; se ofrecen a todos como verdad que hace libres, como esperanza que abre un futuro de verdadero progreso, como caridad sin límites que todo lo renueva, como vida plena y sin fin.
Con mi afecto y bendición,
XCasimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón