Almas escarificadas.
El Mediterráneo es un cementerio.
Es el mar que separa la esperanza de la desesperación, porque sólo la desesperación puede abocar a miles de personas a una travesía en la que la muerte se asoma implacable a la proa de las pateras. Hace más de treinta años, en un viaje a Mali, la primera de numerosas visitas a un continente que me fascina, me di cuenta de que es mucha la gente que se arriesga a morir porque, aun en vida, ya se consideran muertos. Ver a los propios hijos pasar hambre, dormir con el miedo de que se presente un grupo de soldados y violen a las mujeres de tu familia, enfermar sin acceso a medicamentos, tener que trabajar en condiciones inhumanas…, todo eso no es vida.
Hace unos días, en Calabria, de nuevo las aguas se han tragado a decenas de personas inocentes que querían pasar de una muerte en vida a una vida que ha truncado la muerte.
«El cielo encapotado confiere al océano una inquietante opacidad. Las heridas que los remos abren en la superficie del agua se parecen a las incisiones escarificadas de nuestros rostros oscuros; sólo que, a diferencia de éstas, cicatrizan de inmediato sin dejar huella. La brisa húmeda y fría preña los vestidos estampados de coloridas geometrías de las mujeres.
A lo lejos se vislumbra una tierra que llevamos muchos años anhelando. Nos apiñamos once subsaharianos en el bote hinchable; dos son bebés. Sólo los hombres remamos. Procuro hacerlo con determinación; el viento no ayuda, sopla de poniente y es cada vez más intenso. Me quedo observando a Sira, una adolescente de un pueblo cercano al mío, a orillas del Níger. En la embarcación no hay chalecos salvavidas para todos. Le acerco uno y le digo que se lo ponga. Su mirada triste e inocente me atraviesa el alma.
La tormenta se asoma por el horizonte como un monstruo gigante y nos engulle en pocos minutos. Calados por la lluvia y por el mar embravecido, nos sujetamos a la cuerda que bordea el bote mientras la superficie del agua se desfigura hasta ponerse en vertical.
El viento ha amainado y hace ya un rato que estoy flotando boca abajo. Sobre mi espalda llora uno de los bebés. Se ha amarrado a mi pelo con un increíble instinto de supervivencia. Cuando caímos al agua nadé hacia él y conseguí cogerlo, pero una ola me sumergió y tragué mucha agua. No muy lejos está Sira, balanceándose con los vaivenes del mar. Nos ha visto, ha braceado torpemente para llegar hasta nosotros, ha cogido al niño y se lo ha puesto entre su pecho y el chaleco salvavidas. Después ha intentado darme la vuelta, sin conseguirlo, ha besado al bebé y, con la mirada perdida en el cielo, se ha quedado esperando a la muerte ».
En un mundo en el que todavía hoy la vida no vale lo mismo si tu piel es clara u oscura, algunos de los que levantan la bandera de la supremacía blanca deberían saber que “La Dama Roja”, una mujer que habitó la Península Ibérica y que fue enterrada hace 19.000 años en la parte trasera de la cueva del Mirón, en Cantabria, cuyo esqueleto fue impregnado de un pigmento rojizo que sirvió para que los arqueólogos la bautizaran con ese nombre, se trataba de una mujer de raza negra. Los científicos aseguran que el hallazgo, que tuvo lugar hace 26 años —aunque ha sido esta semana cuando se ha expuesto por primera vez al público en el Centro de Arte Rupestre de Cantabria— demuestra que nuestros antepasados tenían la piel tan negra como esos inmigrantes que dejamos morir en el Mediterráneo.
Vicent Gascó
Escritor y docente.