Matar a un ser humano es un homicidio.
Hace mucho, pero que mucho tiempo, habitó en este mundo un individuo de infausto recuerdo, tanto, que no me esforzaré lo más mínimo en recordar su nombre.
Pues bien, hete aquí que el susodicho tenía en mente conseguir la erradicación del proletariado y, consciente como era de que proletariado se asigna a quien tiene prole, o sea, hijos, pensó que lo mejor sería que no los tuviesen, de tal manera que su promesa de conseguir el cielo en la tierra, de conseguir para ellos el paraíso, se cumpliera.
Si no tenían prole ya no serían proletarios, ya no tendrían rémoras que les impidiesen desarrollarse plenamente, ya no tendrían obligación alguna, deberes que cumplir para con sus vástagos y, con el capital que obtuviesen de su salario, podrían satisfacer, sin preocupación, todos sus caprichos mundanos.
Ese infausto personaje llevó a cabo la revolución soviética y fue conocido por el apodo clandestino de Lenin. Su idea, que puso en práctica al poco de alcanzar el poder en la URSS: el aborto.
Tras la II Guerra Mundial, y a instancia de la URSS de Stalin, el aborto fue aprobado por la ONU como un método de «anticoncepción».
Y llegamos hasta hoy en que sólo en España se producen una media de 100.000 abortos, bajo el eufemismo de interrupción voluntaria del embarazo, por año. Más exactamente, 1.012.874 abortos han sido practicados al amparo de la ley del aborto desde 2010 hasta 2019.
Nadie analiza que privar de su existencia a un ser vivo, sea de la especie que sea, esté en la fase de desarrollo que se encuentre, es matar. Y matar a un ser humano es un homicidio.
Mientras tanto esta ley que permite el homicidio continúa vigente al dormir el sueño de los justos en un cajón del Tribunal Constitucional.