Con la venia: Seguí a La Princesa, que dos números más arriba de mi domicilio y en la misma acera, abrió una puerta, la cual no daba acceso a un palacio precisamente.
No más abrir el húmedo bajo, La Princesa me señaló a la izquierda una habitación donde en la penumbra, se adivinaba una cama. Ella se quedó en el umbral, tiesa como caballo de fotógrafo, con ojos espantadicos. Estaba claro que no iba a dar un paso más.
Era pues el momento de adelantarme y averiguar la calidad del bicho y su peligro. Por tener algo a mano, tomé de percha cercana un batín -que de rico raso no era- y lo arrollé a mi muñeca como una mínima defensa. La verdad es que no se veía amenaza alguna, pero con los dragones nunca se sabe. Que le pregunten a Sir Gawain si exagero.
Comencé a retirar muy lentamente la colcha adamascada, la flaca manta, y la agarbanzada sábana de la Viuda de Tolrá. Al poco apareció una cola fina y escamosa, sin duda de reptil, pero no tenía aguijón en la punta. Buena señal.
Seguí con la operación y fui descubriendo unas patas traseras sin garras temibles, un cuerpo esbelto que carecía de dorsal espinoso, remos delanteros que no presentaban manchas de sangre de víctima alguna, y por fin la cabeza, apuntada y grácil, que ni lucía afilados cuernos, ni tenía las fauces armadas de colmillos tremebundos. Antes bien, era la imagen del descanso reptilesco, con los ojos y la boca cerradicos, en perfecto reposo.
Al punto, y con alegría, identifiqué la especie. El enorme y ominoso dragón que iba a sembrar el espanto en las comarcas del Reino era, por fortuna para mí, tres palmos y pico de lagarto adulto endormiscao; un hermoso ejemplar de Timon lépidus (Daudin 1802). Como los que en Alcossebre había dibujado tantas veces para Miguel Peris, durante las juveniles acampadas veraniegas que promovía la Academia Delta.
Confieso que había estado yo inquieto, e incluso inefrílido, durante el proceso, pero al ver la realidad del asunto me relajé, soltando un pequeño suspirito que hizo ondear los visillos de toda la calle. Luego, con calma, me dispuse a salvar la situación y de paso, si me era posible, a sembrar admiración por mi persona en el ánimo de La Princesa.
Usando el batín -que de rico raso no era- tapé con mimo al animalito y, apartadas las cobijas, de la sábana bajera hice una bolsa floja para que contuviera al lacértido sin lastimarlo. Con el atado en alto, a pulso, y sin que el saurio moviera ni pie ni pata, salí hacia la puerta.
La Princesa, desconfiada al ver mi carga, retrocedió hasta media calle. Ruborizada, nerviosilla, y con aquellos ojazos en mandorla, estaba linda como una moneda nueva. Miré de tranquilizarla con mi acento más sereno, y mi mejor sonrisa:
-No se preocupe, señora. Ya puede usted pasar a su casa, yo me hago cargo del dragón-
-¿Está en esa bolsa?-
-Sí, señora. Y no dará problema alguno, ni a usted ni a mí-
-Pero..pero…¿Lo ha matado ya?-
-Ahora ya no se matan los dragones, señora. Quedan pocos y hay que cuidarlos-
-¿Para qué?-
-Para cuando se necesiten en la industria farmacéutica-
-¿Cómo dice?-
-Seguro que pronto valdrán para hacer cremas faciales o cualquier cosa peor. Algo así como la enzima botulínica, que antes era veneno y ahora es moda-
-No entiendo nada. Pero ya no me morderá a mí ¿verdad?-
-Señora; nadie le morderá si usted no quiere. Permítame que me vaya ahora. Disponga de su casa, y descanse. Ha sido un susto nada más-
-Y grande, que lo he pasado muy mal. Le agradezco mucho su ayuda-
-Lo hice de mil amores-
-¿Donde aprendió de dragones?-
-Leyendo el Príncipe Valiente, una obra de Harold Foster-
-Vaya pues…bueno…pues eso…muchas gracias…-
-No hay de qué. En cuanto acomode al animalito le devolveré la sábana y el batín-
-Cuando usted pueda; no hay prisa-
-Hasta pronto entonces-
B.S.R.
Adecuado parece revisitar, de Gershwin, Un Americano en París. Disfrutemos hoy de la preciosa versión que Bernstein grabó con la Sinfónica de Columbia.
Manolodíaz.