La princesa y su dragón (y 3)

La princesa y su dragón (y 3)

Con la venia: En la andana de mi casa armé, rápidamente, un terrario amplio, ventilado y cómodo para que el animalito viviera feliz, y allí lo deposité, liberándolo de la gris sabanupia y el horrendo batín. No lo agradeció moviendo la cola, pero tampoco se quejó.

 

Arreglado el bienestar primario del saurio, recapitulaba yo los términos de la chusca aventura, riéndome de su desarrollo, cuando mi testosterona me recordó como acaba la historia si el Caballero salva a la Princesa del Dragón. Es un clásico de la literatura que conjurado el peligro hay amores luego. Y hoy, me dije, el Caballero eres tú Manolón, que estás hecho un campeón -pomporróm póm póm- y a la Princesa no le desagradas, que algo de chispazo había en sus lindos ojos cuando te miraba.

Ya estaba yo planeando los pasos que me llevaran a buen puerto amoroso, en tanto programaba la lavadora para adecentar las telas de la Princesa, y soñaba el idilio cuando salí camino de una pajarería, para consultar qué comida le convenía al lagartazo. Grillos, me dijo el pajarero, a pesetas trescientas la docena. Paguéle y llevéle el condumio al escamoso, que se tapiñó un cuarto dellos en un decir amén.

A la mañana siguiente, todo pintón yo, llamé a la puerta de la Princesa, con la sábana y el batín limpios, planchados, y bien envueltos. Me abrió una nube de humo acre de la que salíó a medias un JipiRubio tan largo como colocao, que no atendió a ná de ná de lo que le hablaba, me cogió el paquete de las manos, y cerró la puerta sin ofrecerme siquiera una calada.

Descolocao y descabalgao se quedó el Caballero, es decir; yo mismo. Y empeoró la cosa cuando a media tarde vi desde mi balconillo, al JipiRubio con la Princesa, paseando amartelados, mientras perfumaban la calle con un sahumerio de cannabínico que hacía bailar a las moscas un complicado minué.

Ítem más; en días subsiguientes me crucé con la Princesa un par de veces, pero ella no respondió a mis saludos, y se esfumó poniendo cara de yonofuí. También tuve ocasión de constatar al paso, que el fumeta, además de alto y rubio era guapo, el muy cabrón dél.

Estaba claro el asunto, así que corrí sobre mis ilusiones un tupidísimo velo -de raso suntuoso- y me dediqué al noble ejercicio de la pintura para olvidar el patinazo. Pero olvidar no podía, porque el lagartupio me recordaba contínuamente el episodio, cuando reclamaba sus raciones de grillos -Acheta domesticus (Linné 1758)- que engullía con voracidad, porque bonico era el animal, pero comilón mucho más.

Por cierto que el sustento del lacértido se convirtió en lo que la poesía barata llamaría un goteo de ausencias, porque pagar mildoscientas pelas mensuales de grillos, mermaba bastante mi ingesta de cerveza. Además me veía como el tontaina que se queda sin Princesa y cuidando al Dragón, que hay que joerse con el papelón.

Me asesoré con personas tituladas y serias y seguí sus consejos. Con sumo cuidado embarqué en un taxi con el animalito y, veinte kilómetros tierra adentro le abrí la puerta de la jaula, liberándolo en un paraje de los que le son propios a su especie. Me dolía separarme dél, pero al verlo corretear con alegría, tuve la certeza de haber hecho lo correcto. Junto al taxista brindé por ello al volver a la ciudad.

La vida siguió. Todos fuimos aprendiendo, cada hoy, algo más de lo que ayer creíamos saber. En mi caso, que la esperanza es lo último que se cumple, y que cada Princesa tiene su Dragón, el cual se convierte en tu mazmorra si te portas como un testosterónico e ingenuo Caballero. Amén.

B.S.R.
Un buen Prokofiev para hoy. De Romeo y Julieta, la Danza de los Caballeros en versión de la Sinfónica de Londres, dirigida por Valery Gergiev.

Manolodíaz.