La Queja de la Cenicienta ( 1 )

La Queja de la Cenicienta ( 1 )

Con la venia: La Queja de la Cenicienta me tiene hasta los Mismísimos.

 

Allá por los primeros años 60, este hoy humilde anciano -y servidor vuestro- vivía en el 10 del Carrer del Piló, frente al taller de Manolo Novo, a pocos pasos de la casa de los Blay y a un tiro de piedra del chalet de los Tirado.

A la sazón lucía yo un estupendo acné juvenil, me rapaba a diario el labio superior con la esperanza de hacer crecer mi primer bigote, y babeaba a menudo con las fotos de un pringoso Folies Paris et Hollywood que le guindé a mi primo Conrado.

También me daba de coscorrones con la realidad y metía la pata hasta el zancarrón, como todo quinceañero. Además estudiaba -más o menos- en las Pias Escuelas.

Por lo general no era mala vida para diario. Salvo por las terribles tardes de los domingos, en las que me tocaba sesión de aburrimierdo y sufría como un galeote.

Ocurría que mis ensotanados profesores con la excusa de ver el fútbol -en el aquel televisor Marconi con vocación de baúl- venían a la casa paterna a merendar. Y era obligatoria mi asistencia.

Imaginaos al Palpos, el Rino, el Chufa y el Pumby sentados en vuestra sala, soltando comentarios sobre el partido -y metichadas acerca de vuestro comportamiento en el colegio- mientras golosamente picoteaban en platos, sorbían cafés, apuraban copas y -entre eruptitos- chuperreteaban Ideales al cuadrado.

Pero lo inaguantable -además de su presencia indeseadísima- eran los largos parrapleos al respecto de la Queja. Esa que en su versión más simple dice: «De las tres provincias nuestras, Castellón siempre será la Cenicienta.»

Ogaño -más de medio siglo después de aquellas horrendas tardes dominicales- todo ha cambiado socialmente menos la jodía Queja, que sigue en boca de tirios y troyanos, sonando con la misma fórmula fatalista.

Para más inri, está tan asumida que, al oírla, todas las testuces asienten como si de un dogma se tratara, y luego las conversas se embarran en un memorial de agravios.

A mí -como apunté en la entradilla- esta Queja de los quejones ya me reconcome la sutura escrotal, porque si de joven me enfadaba por repetida, de viejo me resulta insoportable por tanta autocompasión como chorrea.

Al rebufo de una reciente reunión de Manolos Mayores que se prometía alegre, y acabó en caca de la vaca cuando un -presunto- patriarca sacó el tema, hoy me pregunto: ¿Tiene base la tal lamentación? ¿Hay algún remedio aplicable?

Con la mejor buena fe y los medios de a bordo, dedicaremos nuestra próxima entrega a buscar respuestas.

En el comentario musical, Stefano Landi y l’Arpeggiata de Christina Pluhar interpretan la Pasacaglia della Vita.

Manolodíaz.