Secretos inconfesables, oscuros, delicados.
Eladio las había conocido por el mismo medio: una aplicación que, curiosamente, no era para conocer gente.
La primera fue Carla. Después de intercambiar algunas jugadas a través de la aplicación, fue ella la que se decidió a empezar a hablar, primero de temas banales, lo típico: de dónde eres, cuántos años tienes, qué tal el tiempo… Eladio en seguida se dio cuenta de que ella le estaba tirando la caña, y decidió pararla en seco. A partir de ahí, lejos de ir a peor las cosas, Eladio se convirtió con el paso del tiempo en confidente/asesor sentimental de la fémina. A él acudía, cuando estaba operativa por allí (porque, todo hay que decirlo, Carla era de mucho aparecer y desaparecer), para hacerle partícipe de sus líos, de sus dudas, de con quién iba o venía, de con quién le gustaría ir y no volver, de con quién no volvería; incluso, en alguna ocasión, entre los dos elaboraron una excusa para convencer a alguien para que no volviera.
La segunda fue Sagra. Sagra no se anduvo con rodeos. Ni siquiera se entretuvo en preguntarle de dónde era. Le envió una foto explícita, muy explícita, esperando un comentario halagüeño. Eladio, sospechando que ese sería su punto fuerte, evitó pronunciarse; sí lo hizo en cambio sobre otros detalles de la foto que no era lo que esperaba Sagra. Esto no hacía más que alimentar la vanidad de la mujer, que continuaba enviando fotos con el no tan oculto propósito de recibir alguna vez algo (un piropo) que, por supuesto, nunca llegó y nunca oyó. Cuando se dio por aburrida y el tiempo consolidó esa cierta amistad, se dejaba llevar, con humor, por la nostalgia del hecho en cuestión, sin rencor; él entraba a la broma, se reían los dos, incluso ella se atrevía a volver a enviar la misma foto u otras similares, y continuaban el compadreo.
La última en aparecer fue Fina. Vivía una situación difícil, desesperada casi. De esto se fue enterando Eladio poco a poco, y bastante después. De todas, era la más discreta al principio. Después llegó a ser la que más se colgó de él; lo tenía como prototipo de la persona que buscaba, acudía a él aunque solo fuera para decirle “buenos días”; era transparente en sus sentimientos, así se lo hacía saber a él, que aunque no podía corresponderla, se sentía agradecido por esa demostración de amor platónico, imposible, virtual. En él había confiado casi ciegamente como depositario de inquietudes, miedos o alguna tentativa de cometer algo terrible sobre su persona. Había encontrado en este la fuerza que creía no tener, le faltaba valor para valorarse a sí misma; sabía que agarrada de su mano no podría caer.
Se convirtió Eladio, así, en tesorero, en guardián, de unas vidas que no eran la suya; en conocedor de secretos, a veces inconfesables, oscuros, delicados…
Elena Rodríguez
Docente discente