Megalomanías y otras taras

Megalomanías y otras taras

¿Dónde quedan las haches del liderazgo?

 

¿Hay que tener una mente enferma para alcanzar el poder? o ¿es el poder el que te vuelve loco?

Sea de una manera u otra, resulta espeluznante observar el perfil de los dirigentes que gobiernan el mundo. Y no estamos hablando de pequeños países perdidos por algún rincón de África, también las principales potencias mundiales están manejadas por sujetos con comportamientos psicopáticos.

Pensar que las economías más poderosas, con los mayores arsenales armamentísticos, los ejércitos más numerosos y las administraciones más influyentes están en manos de cerebros desequilibrados es sencillamente escalofriante.

La sociedad ha llegado a un punto en que las personas que deciden el destino de las demás están en las antípodas de contar con vocación de servicio público, de reunir las competencias necesarias para ejercer de mandatarios y de creer en valores asociados al humanismo.

Estos enfermos controlan las armas nucleares, tienen la capacidad para manipular la información que llega a la opinión pública y administran a su antojo presupuestos billonarios. No destacan por sus prácticas democráticas y deciden con total impunidad sobre la vida o la muerte de los otros seres de su especie.

Y, en la práctica, son intocables.

Los intereses económicos y políticos aniquilan de forma implacable conceptos como la justicia, la humanidad, la solidaridad y la propia razón. Los organismos internacionales no tienen capacidad o no quieren anteponer estas cuatro cualidades a los intereses mencionados, y el resultado es la inacción ante despropósitos tan atroces como genocidios, ocupaciones territoriales, vulneraciones de derechos humanos básicos, crímenes, etc.

El diccionario de estos individuos carece de los vocablos “conciliación”, “negociación”, “perdón”, “empatía”, “solidaridad”, “caridad”, “compasión”, “igualdad”, “concordia” o “justicia”. Ni siquiera parecen conocer el término “sentido común”. Tampoco se identifican con las haches del auténtico liderazgo: “honestidad”, “humanidad”, “humildad”.

Si ponemos nombres, hay dos gobernantes que en la actualidad se llevan la palma por haber llevado a sus pueblos a sendas guerras contra sus vecinos: Putin y Netanyahu. Los dos son seres temibles; el primero por la frialdad con la que aniquila a sus opositores políticos o a cualquiera que se interponga en sus intereses, entre otros desmanes; el segundo, al que definí como “picudo rojo” en un artículo anterior, por exterminar a hombres inocentes, mujeres, ancianos y niños con el pretexto de acabar con una organización terrorista. Para él, el fin justifica los medios y exculpa los daños colaterales, cuando esos daños no son ni más ni menos que 36000 víctimas mortales y un pueblo aniquilado ante la mirada pasiva del mundo o, lo que es peor, con el apoyo de la ultraderecha, representada en nuestro país por Abascal, cuya reciente reunión con el presidente israelí es esperpéntica y vergonzosa.

Junto a ellos, muchos otros: Kim Jong-un, que ha convertido a Corea del Norte en un distópico país con un funcionamiento similar al de cualquier secta; Xi Jingpin en China, con un gobierno que aglutina los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, y donde escasean las libertades; la oligarquía talibán de Afganistán y de otros países islámicos, donde el futuro de las mujeres y niñas, sin derecho a educación, al trabajo, a viajar, o a tener voz política, es tan negro como los burkas que llevan; o la Junta Militar que tiene oprimidos a los birmanos desde hace medio siglo, tal como narra mi novela “Los perros del bambú”. Y la lista no se queda aquí, es trágicamente larga.

Lo realmente triste es que muchos de estos personajes alcanzan el poder gracias a miles de votantes.

Eso demuestra que son muchos los que, por una razón u otra, apoyan azotes de la humanidad que ya deberían estar extintos, como la homofobia, el racismo y la xenofobia, el machismo, la misoginia, el clasismo, el maltrato al ecosistema o la teocracia. Es inconcebible —porque atenta contra los valores de justicia, humanidad e igualdad— que tantas personas apoyen conceptos antagónicos a estos valores. Señores y señoras que se definen “de bien” (justo lo contrario a lo que predican) alcanzan la presidencia de países europeos: Viktor Orbán, en Hungría, Giorgia Meloni en Italia, Riika Pura en Finlandia. Otros incrementan sus adeptos, como Marine Le Pen en Francia, o Abascal en España.

¿Qué ha llevado a tantas personas a votar estas ideologías alejadas de la solidaridad e igualdad entre las personas?

Por una parte, la estrategia de estos movimientos, al estilo del fascismo, es la de inculcar miedo, miedo a lo diferente. Para ello usan tácticas como la exageración, la generalización, la falsedad o poner lo trivial en el centro de atención, con el método del “disco rayado”. El mundo globalizado se mueve bajo las premisas del consumismo voraz, alentado por los medios de comunicación en una orquestada y perfecta maquinaria diseñada por los grandes lobbies económicos, muy cercanos a ese pensamiento, como se ve en la estrecha relación entre Elon Musk y Javier Milei. El ideal de ese consumismo es el estado del bienestar y, cuando se ansía cueste lo que cueste, ignorando o depreciando la generosidad con los más desfavorecidos y con dejar un mundo mejor para nuestros descendientes, la consecuencia es perder los valores esenciales de la humanidad. Desde esa posición claramente egoísta, apoyan y votan a quienes pueden permitirles mantener o aumentar su particular estado del bienestar.

Volviendo a los locos megalómanos que dirigen el mundo, acaba de hacer su aparición estelar el mencionado Javier Milei, el soberbio presidente argentino, con su mirada desquiciada, unas formas irrespetuosas y su violencia política, mientras los argentinos viven en una situación que para nada ha mejorado desde su llegada. Otros, como Joe Biden, hacen equilibrios electorales para contentar a los que se percatan del genocidio sin ofender a los poderosos colectivos judíos, cruciales para su economía. Una vez más, no es la justicia o la humanidad lo que mueve a los políticos.

La virulencia dialéctica que impera en la política de nuestro propio país es una muestra del estilo macarra que se lleva hoy en día en la política.

El insulto, la descalificación, las mentiras, los bulos, la estrategia de acusar sin pruebas para dañar y desacreditar al adversario, se han apoderado de la forma de hacer política. Y, mientras tanto, los ciudadanos de a pie, o bien nos acostumbramos con resignación y lo normalizamos o, asqueados, nos hemos de levantar de delante de la televisión para ir al aseo a vomitar. Aunque, a veces, pienso que hay ya muchos ciudadanos que disfrutan con ese estilo.

Este es el mundo que hemos creado. De la misma manera, podemos transformarlo. Para ello es necesario que, por encima de todo, los votantes nieguen su papeleta a los partidos que desprecian, entre otros, los valores que empiezan por hache.

Vicent Gascó, escritor y docente.