Se sentía como una dulcinea. Despertaba a un mundo que prometía la lindeza que siempre había soñado.
Atrás quedaban las bordadas enaguas. Aquella falda plisada pedía a gritos un zapato de tacón. Estaba tan elegante. Jamás hubiera imaginado que ella podría lucir la pantorrilla. Ahora, a través de la ventana, el verdor de los pinos refleja sus largas pestañas en el cristal.
Parece que fue ayer cuando el arroz y las lentejas la bombardeaban en la puerta de la iglesia. Ayer. El abrazo del ya marido, la protegía de la animada ilusión de los invitados al bodorrio. Juan.
Aquellas manos, pequeñas y suaves manos. Cuantos soles las habían iluminado. Ahora, marcadas de sombras, jugaban a las cartas, al dominó y en alguna ocasión, acariciaban al grisáceo gato callejero que dormitaba en el jardín.
El que hoy en día era un reformado “hogar para la tercera edad”, había sido el centro de guateques de la pequeña localidad. El suelo, el mismo suelo. Filigranas romboidales en granate y crema, ya no brillaba. Hacía sesenta años que no lo había vuelto a pisar. En este presente y sin tacones, las mismas baldosas danzan bajo sus pies. Las ruedas de su silla se encargan del baile en un aletargado movimiento.
Atemporal su vida, su sueño confundido con el alma.
Peregrinaje absurdo. En paz y en calma, sosegada luz del infinito.
¿Cómo embellecer lo bello en una primavera consciente que al sigilo canta?
Un espejo, una mirada miles de veces reflejada.
El recuerdo de unos pasos ciertos que tantas veces despertaron con el alba.
Amanecer temprano al apacible sol, oportuna brisa que rodea al árbol que musitando danza.
Caen sus hojas secas, otra vez. Algunas persisten todavía verdes, otras descienden sesgadas.
Esqueleto en forma que renueva su templo con la lechuza blanca.
Suave paso a las nubes que gorgorean sus runas en la montaña.
Lluvia seca que no truena con la utopía en sus alas.
Tarde, es tarde cuando regresa a su casa.
Sus vestidos, aquellos vestidos que tantas lunas desvistieron, en el armario callan. Nunca pasaron de moda, a la última estaban. Dobladillos de colores ilustrados con finísimas estampas. Zapatos, botas, botines y alguna que otra alpargata permanecen alineados junto a coloridas sandalias. Todos, perfectamente guardados entre papeles de seda, enmudecen mientras el silencio habla.
¡Cómo pasaron los años, horas, días, meses y semanas! ¡Cómo intuía su marcha! Pretendía ser un ciervo sobre las colinas blancas. Las mismas que ahora hacen juego con su cabellera ondulada.
Lola, Lolita, ya no habla. Su mueca esconde tesoros que su mirada delata. Larga, corta, breve, quizás un pelín amarga. Quién sabe, como ha sido la vida de la ahora señora Lola de la perdida mirada.
Apagada luz de sus días. Velas blancas en la sala. Olor a jazmín y rosas en la reciente mordaza. Sola, ajena a las voces del joven sepulturero que la lleva entre tablas. Ladrillos rojizos que encierran la pequeña pared tantas veces sorteada. Dulcinea peregrina que en su obituario descansa. Tarde, es tarde cuando regresa a su casa.
La muchedumbre revuelve entre collares y mantas junto a los vestidos de Lola, la dulcinea blanca. Su cara, su foto caliente al sol de la mañana. Un pie borra por completo su inconfundible mirada. Un mercadillo de ofertas, de oportunidades baratas. Rastro emblema de quién ahora aún baila. Vestidos hechos cortinas, visillos y trapos para la mudanza. Botones de metal y hueso que no abren ni cierran nada.
Desde el cielo los gorriones trazan formas en el suelo. Parece que la señora Lola busca algo entre las cajas. Asomada entre cristales rotos se ve el plisado de su añorada falda. Aquella que algún día, dejó atrás a unas enaguas. Aquella que algún día dejó entrever su pantorrilla clara. Aquella que algún día llenó de risas y caricias la primavera templada. Aquella que algún día coronó un romance del que nadie sabe y nunca sabrá nada.
Rama seca de romero que en el cementerio aguanta. Es lo único que en la noche a Lolita acompaña.
La ve, sé que la ve. Su verde prenda plisada que ahora cuida con esmero la nueva dueña animada. Viaje a ninguna parte o tal vez sí; vaya, vuelva, dance y cante con su antiquísima falda. Quimera de un momento de hechizo que enturbia la lluvia mojada. Cuantos sueños por cumplir que despiertan en su almohada. Cuántos zapatos nuevos que decoran la sala.
Dulcineas que van y vienen que en ataúdes descansan. Pies descalzos que no entienden porque no vuelan sus almas.
Cruces negras por el moho de tantas noches heladas. Soles brillantes de invierno que desnudan las escarchas. Risas torpes que resuenan bajo la encina afrutada. Crepuscular mareo de amores que juegan a una sola carta.
Otra boda, otra animada danza de arroz y lentejas secas que bombardean su gozo en un tul de bordadas hadas.
El abrazo del ya marido, la protege. Pablo, ahora se llama.
Pepa Sanz – Señora de Feroz.