Ocho mil millones de corazones

Ocho mil millones de corazones

Entre lo esperpéntico y lo indignante.

 

Hoy termina la COP28, cumbre climática cuyo anfitrión, el Sultán Al Jaber, es también ministro de Energía de Emiratos Árabes, país donde se desarrolla, y CEO de la octava petrolera más importante del mundo. El multimillonario tiene la intención, según ha desvelado la BBC, de llegar a acuerdos de venta de sus combustibles fósiles con quince naciones durante el encuentro.

Es como celebrar una convención sobre veganismo en una carnicería y que el dueño ofrezca a los asistentes su mejor oferta de solomillo de ternera. Está a mitad de camino entre lo esperpéntico y lo indignante.

Por otra parte, en esta Conferencia de la Naciones Unidas sobre el Cambio Climático están ausentes las dos potencias que más contaminan: Estados Unidos y China. Los gigantes económicos ya ni se molestan en hacer el paripé. Si me voy a pasar los acuerdos por el forro, ¿para qué asistir?

Los objetivos de la reunión no son otros que contener el calentamiento global, destinar recursos para restaurar las consecuencias del cambio climático en las zonas más vulnerables y alcanzar compromisos para una transición hacia fuentes de energía más limpias.

Propósitos muy loables si la intención fuera real.

Pero el combustible fósil de Emiratos Árabes, como el de otros países enriquecidos por la enorme suerte de disponer de un subsuelo repleto de gas o de petróleo, ha de seguir vendiéndose para que esos estados mantengan su nivel de riqueza. O al menos la mantengan sus dirigentes. Hace unos días vi un documental de televisión sobre Turkmenistán, un país hermético y desconocido donde las enormes reservas de gas han permitido construir infraestructuras faraónicas como puertos y aeropuertos; vacías, eso sí, infrautilizadas por una población sumida en la pobreza que no puede acceder a esos servicios, pero de las que el dictador que gobierna el país, Serdar Berdimujammédov, está especialmente orgulloso porque figuran en el libro Guinness de los récords. Entre tanto, el miedo y la falta de libertad están presentes en los rostros de los pocos habitantes que frecuentan las calles. Este señor de rimbombante apellido heptasílabo, proclamado presidente por ser hijo del anterior mandatario, tiene como principal cliente de su gas a China.

Las grandes compañías energéticas, así como las poderosas multinacionales que han edificado su imperio sobre el uso de combustibles fósiles no están dispuestas a ver como unos politiquillos de pacotilla ponen en riesgo sus pingües beneficios. Estos, los asistentes a la cumbre, no son más que títeres al servicio de aquellas. Y lo saben, pero han de guardar las apariencias reuniéndose cada año para volver a fijar los mismos objetivos al constatar que de nuevo han transcurrido doce meses sin avances sustanciales y sin el compromiso de los más destructores.

Parches es lo único que aplican. Solo pequeños remiendos en el deteriorado tejido de nuestro planeta. Solo apósitos que apenas alivian las profundas heridas, muchas ya incurables, de nuestras tierras, mares y atmósfera.

El calentamiento artificial de esta maravillosa esfera que vaga por el universo está siendo más rápido que las medidas que se adoptan para frenarlo. La voluntad de descarbonizar las economías es tan hipócrita como lo es la voluntad de detener las barbaries bélicas que terminan con la vida y con la esperanza de miles de inocentes, niños incluidos. La ciencia ha alcanzado niveles que eran impensables hace unas décadas y su progresión es geométrica, en la medida en que la inteligencia artificial se retroalimenta, en un bucle difícilmente concebible, de su propia inteligencia. ¿Alguien cree que con las tecnologías disponibles en la actualidad no somos capaces de sustituir con la urgencia necesaria las energías contaminantes y destructoras por otras menos dañinas? Se podría hacer, manteniendo, además, los índices de bienestar que nadie quiere perder y sin poner en riesgo puestos de trabajo. Disponemos del conocimiento y de los recursos necesarios para conseguirlo. Ahora bien, cuando ingentes cantidades de dinero se destinan a armamento para masacrar civiles, para matar en lugar de para sanar, o cuando los intereses de los que aglutinan los petrodólares están muy alejados de esa necesaria celeridad, nos vemos abocados a la amarga resignación. Prevalece el cortoplacismo del beneficio económico egoísta frente a la mirada racional de larga distancia (ya no tan larga) con la que pudiéramos soñar con una Tierra todavía habitable.

La fórmula más directa para ignorar la responsabilidad de velar por la seguridad y salud de los seres vivos de la Tierra es la negación del efecto invernadero. Los que, en contra de la ciencia, de la evidencia y de las estadísticas, siguen defendiendo que esto del calentamiento global es una patochada, o pecan de perversos o de ignorantes. En los últimos cuarenta años los eventos relacionados con el clima han provocado cerca de 500 millones en pérdidas financieras en la UE, con casi 140.000 fallecidos a causa de fenómenos meteorológicos extremos, sin olvidar las pérdidas económicas y humanas de inundaciones y de incendios forestales voraces y muy difíciles de extinguir.

Los humanos, individuos que nos hemos apropiado del planeta en detrimento de otros seres vivos con los mismos derechos, hemos creado sociedades complejas que necesitan destruir y contaminar para obtener materias primas o combustibles con los que alimentar el perverso binomio “producir y consumir”, premisas sobre las que se asienta la actividad de nuestra especie actualmente. Y ese engranaje nos proporciona una calidad de vida incuestionable, pero a la vez provoca unos efectos secundarios que hemos ignorado durante décadas y que ahora son difíciles de revertir. La contaminación de los hábitats ha provocado la extinción de especies vegetales y animales, la reaparición de enfermedades en latitudes donde se consideraban erradicadas, patologías respiratorias (se estima que en el mundo mueren 7 millones de personas al año por esta causa), una alimentación menos saludable, incluso nociva, y el envenenamiento de las aguas haciendo que muchos millones de personas tengan grandes dificultades de acceso a agua potable.

Este sistema que hemos construido y que nos ha fagocitado no quiere más que productores y consumidores, a costa de quien sea y de lo que sea.
No nos queda otra que pensar en global y actuar en local. No sé si con ello conseguiremos enfriar el planeta y las mentes dementes de los que lo gobiernan; pero tenemos la obligación moral con nuestros hijos y nietos de intentarlo. Es mucha la fuerza de ocho mil millones de cerebros y de corazones si fuéramos capaces de asumir la gravedad de la situación y de actuar en consecuencia.

Vicent Gascó
Escritor y docente.