Tengo un sueño

Tengo un sueño

Una pulsera por un euro.

 

“Eres un mono” ha sido la frase que ha provocado que esta semana aflorara en España un problema a todas luces estructural porque no solo no ha remitido, sino que parece acuciarse en los últimos años. Lo han verbalizado unos cuantos individuos que muestran una lamentable confusión entre la condición humana y la de los primates. Confusión que, si procede de una creencia, es propia de un cerebro menos evolucionado que el de los propios simios y, si es una muestra de odio racial, es solamente atribuible a una mente malvada.

Todavía hay personas que consideran a otros seres humanos inferiores por un prejuicio meramente cromático. Tal vez no sean muchas las que lo expresen, pero la supremacía blanca es un sentimiento más extendido de lo que pensamos en los países desarrollados de Europa y Norteamérica. Frente a esa creencia, tan útil e interesada, no cabe sino la reacción de los que la sufren. El jugador Raphinha ha desplegado ante las cámaras una camiseta con el mensaje que el emperador de Etiopía Haile Selassie dio en las Naciones Unidas: “Mientras el color de la piel sea más importante que el brillo de los ojos, habrá guerra en el mundo”. Ha sido su forma de protesta por el racismo y en defensa de Vinicius, uno de los futbolistas objeto de insultos racistas en los campos españoles. Se ha acusado al brasileño de provocador, porque los que enarbolan la bandera de esa supremacía blanca quieren a las otras razas sumisas y cuando aparece alguien que defiende sus derechos se intenta dar la vuelta a la tortilla para que la víctima pase a ser el culpable.

No soy del Real Madrid, soy del Atlético de Madrid y considero tan despreciable como los insultos haber ahorcado a un muñeco negro con la camiseta de Vinicius desde un puente. Fueron miembros de un grupo ultra del Atleti. Los grupos ultras del futbol reúnen a seres descerebrados, pero que andan sueltos por nuestras calles y entran en los estadios.

Hace muchos siglos que la humanidad no tiene un sentido de igualdad entre los miembros que la integran. Una de las grandes atrocidades cometidas por los blancos europeos fue la colonización, muchas veces sangrienta (que se lo digan Leopoldo II, rey de los belgas, cuyo genocidio en el Congo, aunque poco conocido, superó de mucho al cometido por Hitler), de los territorios africanos. Tras apropiarse de sus tierras, también se adueñaron de sus vidas, convirtiéndolos en esclavos, tratados como verdaderos animales y vendidos y comprados como pura mercancía.

Nací, junto a Jorge, mi hermano mellizo, cuando las palabras de Martin Luther King todavía resonaban en las escalinatas del monumento a Lincoln en Washington. Siempre he querido pensar que esa coincidencia temporal es la causa, por una inexplicable gracia difusa, del profundo sentimiento que desde pequeño tengo de la igualdad entre los seres humanos. Se trata de un texto precioso, con una narrativa bella y poderosa, donde King denunciaba que un siglo después de la Proclama de Emancipación que daba el estatus de libertad a muchos de los esclavos en Estados Unidos, las personas negras seguían siendo inferiores a ojos de sus compatriotas blancos: “Pero 100 años después debemos enfrentar el hecho trágico de que el negro aún no es libre. Cien años después, la vida del negro es todavía minada por los grilletes de la discriminación. Cien años después, el negro vive en una solitaria isla de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad materia”, decía un fragmento de la soflama. Discurso que Martin Luther King finalizó con una exposición de sus sueños de libertad, entre los cuales yo destaco, por emotivo y clarificador, el siguiente: “Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Yo tengo un sueño hoy!”.

King defendía un discurso pacifista: “No debemos permitir que nuestra protesta creativa degenere en violencia física”. Tuvo la entereza de predicar con la paz pese a cómo habían sido tratados sus hermanos negros durante generaciones y pese a que las agresiones violentas de los racistas, cuya máxima expresión estuvo en el Ku Klux Klan, continuaban a mediados del siglo pasado. Luther King fue asesinado por un delincuente de poca monta sin que nunca se pudiera probar la existencia de una conspiración orquestada desde las esferas más racistas del país. Hoy en día, seis décadas después, el sueño sigue sin cumplirse y el contenido del discurso es tristemente aplicable a la realidad actual.

Durante las Fiestas de la Magdalena se me acercó un chico negro de los que venden baratijas. Con una sonrisa luminosa, difícil de ver en los que ni de lejos nos encontramos en una situación tan precaria como la suya, me ofreció una pulsera por un euro. Se la compré por más dinero del que me pidió, me dio las gracias de corazón y estuvimos charlando un rato. Se llamaba Mamadou, procedía de Malí, no tenía papeles y sobrevivía como podía, sin hacer daño a nadie. Le conté que visité su país en los años 80. Él llevaba pocos meses en España. Había escapado de una situación bélica muy complicada. Los grupos yihadistas vinculados a Al Qaeda operan a sus anchas en el sahel. Es otra de las tragedias mundiales que apenas aparecen en los medios de comunicación. Cuando conoces las historias de los africanos entiendes que pongan en riesgo sus vidas cruzando el mar en pateras para escapar del hambre o de las guerras. Occidente y ahora también China siguen expoliando África. Los gobernantes y los grandes poderes económicos mueven sus hilos para que el continente negro se quede anclado en la pobreza y en la inestabilidad política. Es la maquiavélica pero sencilla forma de apropiarse de sus valiosas materias primas, minerales y otros recursos. Y cuando desesperados llegan a Europa, huyendo del infierno que nosotros hemos provocado, aparece la hipocresía más sangrante y la actitud más pérfida para rechazarlos. ¿Qué harías tú en el lugar de Mamadou? Llegan aquí y, si tienen suerte, realizan los trabajos que nosotros no queremos realizar.

En cambio, hay partidos políticos que tapizan el metro de carteles racistas en los que reproducen una lista de personas extranjeras que han recibido ayudas sociales de la Administración. Pese a que está más que comprobado que es una falsedad que los extranjeros gocen de beneficios no concedidos a los españoles, todos sabemos que una mentira a fuerza de repetirla puede llegar a considerarse una verdad. Si esa información falsa es vista por millones de personas, son muchos los individuos engañados, los ciudadanos manipulados. La página de la lista exhibida en los carteles electorales es solo una parte minoritaria del total de las personas relacionadas, la mayoría españoles. La condición para recibir ayudas es tener la nacionalidad española o permiso de residencia y, sobre todo, el criterio aplicado es el nivel de renta y no el lugar de procedencia.

Tengo muchos amigos negros. Sin ir más lejos, el novio de mi hija lo es. Y, para mí, es tan normal como si hubiera elegido a un asiático, a un escandinavo de ojos azules o a una mujer de cualquier color. Todos ellos aseguran haber sido víctimas de microrracismo —si se me permite extrapolar a este ámbito el uso del prefijo para los pequeños gestos fóbicos— o de racismo con mayúsculas, como me comentó uno de ellos: siempre era elegido en las aleatorias muestras de conductores que son sometidos a una prueba de alcoholemia en los controles de carretera. El simple color de su piel es interpretado como amenaza o como señal de sospecha.

Coincido con otro activista estadounidense, Malcom X, más beligerante que King, pero con los mismos principios, cuando decía: “Creo en el ser humano y que todo ser humano debe ser respetado como tal, independientemente de su color”, También fue asesinado por un blanco y también en unas circunstancias que nunca llegaron a esclarecerse.

Una vez más, es la educación en valores la única vía para terminar con el racismo.

Yo, al igual que muchos españoles, también tengo un sueño: que ni mis amigos negros ni ninguna persona del planeta sean víctimas de la estúpida creencia de que el pigmento dérmico determina el valor del ser humano.

Vicent Gascó
Escritor y docente.