Atrapados en nuestra propia telaraña.
Con el avance de la medicina, el ser humano ha alcanzado un notable conocimiento de su propia morfología y metabolismo. Sin embargo, cuando hablamos del cerebro, todavía carecemos de un nivel de certezas que permita, por una parte, entender esa víscera tan compleja y, por otra, sanar las dolencias que se derivan de su funcionamiento.
Es difícil establecer la difusa línea entre lo normal y lo patológico cuando hablamos de distorsiones en el espectro mental y emocional. ¿Cuándo podemos decir que ciertos pensamientos, sensaciones o conductas están fuera de lo que se entiende por saludable? La subjetividad entra en juego de forma inevitable y puede haber tantos puntos de vista como personas.
El ser humano ha tenido que lidiar desde siempre con sus propias emociones. El temperamento determina el grado de habilidad para gestionarlas. Hay personas resilientes y optimistas, que son capaces de afrontar las dificultades con mayores garantías de éxito que otras. También la genética, y aunque entramos en la eterna controversia entre genetistas y ambientalistas, tiene una influencia sustancial en nuestro carácter. Emociones básicas como la alegría, la tristeza, la ira o el miedo, y cómo somos capaces de afrontarlas cuando las sentimos, van a determinar nuestro grado de felicidad.
Como decía Víctor Frankl, el psiquiatra y filósofo austriaco que estuvo preso en varios campos de concentración nazis, autor del famoso libro El hombre en busca de sentido, “la última libertad que le queda al ser humano es la de elegir su propia actitud en cualquier situación”. “Las cosas no son como son, sino como somos”, decía la escritora Anaïs Nin. Un acontecimiento dramático, que ciertas personas pueden percibir con gran dolor, puede resultar mucho menos perturbador para otras. Una abeja merodeando nuestra cabeza puede resultar para algunos un serio peligro y para otros la presencia, incluso grata, de un gran polinizador y productor de miel y cera.
Pero, si queremos generalizar, hemos de ir a las estadísticas. Y estas arrojan datos preocupantes. España encabeza el consumo de fármacos destinados a trastornos mentales en Europa. Las cifras de prescripción de ansiolíticos, antidepresivos y sedantes no han dejado de crecer en los últimos años, con incrementos que se encuentran entre el 4 y el 6 por ciento anual. A mediados de 2020 había 2,1 millones de personas mayores de 15 años con cuadros depresivos. Y los expertos coinciden en que el problema va en aumento.
Como apuntaba antes, la sociedad siempre ha sufrido trastornos mentales, algo que depende del individuo y de las circunstancias. Pero no deja de ser paradójico que, en un momento de la historia y en un lugar donde predomina el estado del bienestar, los indicadores estadísticos de consumo de medicamentos para aliviar dichas dolencias no deje de aumentar.
Es indudable que en la actualidad en España vivimos rodeados de comodidades, exentos de conflictos bélicos, con una cobertura social importante y con un clima benévolo que nos permite socializar en las calles y en las terrazas durante muchos meses del año. ¿Qué provoca, entonces, el malestar psicológico del que hablamos?
Hemos creado una sociedad muy compleja, en la que, casi sin darnos cuenta, nos hemos quedado atrapados como moscas en una telaraña. El sistema de vida al que hemos llegado promueve y provoca el consumo desmedido y, para ello, necesita de productores de todo ese universo de servicios y productos que se nos ofrece —casi se nos impone— por numerosos canales de comunicación mediante un bombardeo continuo. La impaciencia se ha adueñado de nuestras vidas. Lo queremos todo y lo queremos ya. La superficialidad está de moda. Pretendemos tener una vida perfecta o, al menos, aparentar que la tenemos. Las nuevas tecnologías nos devoran porque no somos capaces de entenderlas y mucho menos a la velocidad con que evolucionan. Nuevas adicciones nos llegan sin ser conscientes de su peligro; ¿quién podía pensar hace diez años que el uso del móvil podía convertirse en una dependencia desequilibrante y que un dispositivo que nació para comunicar a la gente se convertiría en algo que puede llegar a aislar y distanciar a las personas y conducirlas a la soledad?
Ya hace décadas que nos hemos trasladado a las ciudades, donde vivimos en colmenas, alejados de la naturaleza y, en demasiadas ocasiones, de espaldas a la belleza que nos brinda el mundo. Nadie puede estar contento de abrir la ventana y ver un sórdido patio de luces o la triste fachada de la finca de enfrente a menos de diez metros. Sin hablar de la contaminación acústica y de la polución.
Esta sociedad que hemos construido tiene un difícil acceso a los alimentos exentos de conservantes, libres de pesticidas o de abonos químicos. No tenemos facilidad para acceder a productos saludables ni tiempo para cocinarlos como lo hacían nuestras abuelas.
Nadie puede estar satisfecho de emplear horas en ir y volver del trabajo, muchas veces sumido en interminables atascos. Pocos pueden disfrutar de trabajar en lo que les gusta. Las tareas repetitivas y poco creativas, en entornos fabriles y poco amables, donde pasamos la mitad del tiempo en que estamos despiertos, no son la mejor manera ser feliz.
Vemos como los empleados alcanzan niveles altos de ansiedad y de desmotivación. Ante la pregunta ¿qué tal en el trabajo?, es muy difícil encontrar una respuesta positiva. La escala de valores de las nuevas generaciones ha cambiado sustancialmente y no todas las organizaciones han sabido o querido adaptarse.
Las exigencias laborales y sociales nos angustian porque nos obligan a llevar un ritmo vertiginoso. Cuando yo era pequeño, los niños, al salir del colegio, nos pasábamos el día jugando en la calle con amigos y, como mucho, podíamos ir a alguna academia de repaso. Hoy en día los padres consideramos que nuestros hijos deben formarse en numerosas disciplinas, además de cursar sus estudios reglados. Y estas actividades se realizan en lugares cerrados, en ocasiones lejanos a nuestros domicilios, en ciudades donde los niños ya no pueden desplazarse solos. Las carreras de fondo de madres y padres para llegar a todo son estresantes.
Por otra parte, la esperanza de vida ha aumentado considerablemente. Los ancianos viven mucho más que antes y no siempre en buenas condiciones. El alzhéimer, el cáncer y las enfermedades degenerativas están presentes en las personas mayores (y ya también en muchos jóvenes). Con horarios laborales complicados, el cuidado de nuestros padres y abuelos se ha convertido en un enorme problema familiar.
Esta es la sociedad que hemos creado, una forma de vida que está provocando un notable malestar psicológico, con problemas de ansiedad y de la calidad del sueño; con umbrales de frustración muy bajos y con dificultad para encontrar un verdadero sentido a nuestras existencias.
No podemos demonizar a los fármacos. En muchas ocasiones son necesarios y beneficiosos; pero la ayuda de profesionales de la salud mental es primordial. El servicio público de psicólogos es del todo insuficiente y no todo el mundo puede permitirse la terapia privada. Es necesario que los responsables públicos se anticipen a la escalada de demanda existente; es urgente que se invierta en salud mental desde la atención primaria, porque no hay nada más dañino y doloroso para el que lo sufre y para su entorno que el desequilibrio mental y emocional.
Junto a estas medidas correctivas, concluyo, como en muchos otros de mis artículos, que la solución de base está en la educación. Es preciso que se entrene a los niños en gestión emocional, en reconocer sus emociones y saberlas manejar, en autoconocimiento y en técnicas para alcanzar mejores niveles de relación con los demás; en tomar perspectiva para relativizar los problemas y para elevar el umbral de frustración. En definitiva, educar para la felicidad, para que la sonrisa —un privilegiado atributo exclusivo de nuestra especie— sea mucho más frecuente en nuestros rostros.
Vicent Gascó
Escritor y docente