Publicado por Luis Herrero en Libertad Digital 04/10/2020
El otro día le dije a un dirigente del PP, con muchos entorchados en la bocamanga, que debían apoyar la moción de censura que ha planteado Vox en el Congreso de los Diputados y me miró como si mis palabras arrastraran miasmas preñadas de coronavirus. “Cielo santo —exclamó cuando se hubo repuesto del sobresalto—, si lo hiciéramos, los militantes del partido nos correrían a gorrazos”. Tal vez no fuera esa su expresión literal, porque mi interlocutor cuida las formas con la exquisitez de un encargado de planta de El Corte Inglés, pero desde luego ese fue el sentido exacto de su respuesta.
Y el caso es que en el diagnóstico de fondo estábamos de acuerdo, según me pareció entender. España se enfrenta a una crisis sin precedentes, a una especie de monstruo de cuatro cabezas —sanitaria, económica, nacional e institucional— que acogota al país entero y carga de dolor, de incertidumbre, de desesperanza y de angustia el futuro inmediato de millones de personas. Es un incendio que avanza fuera de control mientras el Gobierno toca la lira en las almenas de Babia. No hay gente viva que tenga memoria de algo parecido. Mi interlocutor no edulcoró la descripción del panorama.
¿Y un Gobierno así no merece ser censurado por la parte del Parlamento que representa a los ciudadanos que se oponen a él? Cuando llegamos a esa parte de la conversación, si no recuerdo mal, afloraron las principales discrepancias. El PP no quiere hacer seguidismo de Vox. El PP descarta embarcarse en una escaramuza condenada al fracaso. El PP prefiere quedarse en el centro mientras los dos extremos luchan entre sí. Las tres objeciones, con todo respeto, me parecieron excusas de mal pagador o, si se prefiere, prejuicios de burócratas que convierten la política en un oficio de chupatintas.
Entre las herramientas que le otorga la Constitución a la oposición parlamentaria para que pueda hacer su trabajo no figura ninguna que permita, sin más, la reprobación del presidente del Gobierno. Para hacer algo así no hay más remedio que acogerse a la fórmula de la moción de censura, que contempla, además del reproche al maula, la inevitable necesidad de respaldar al candidato alternativo. Y eso es, justamente, lo que no quieren hacer las huestes parlamentarias de Casado. Contra Sánchez, sí. A favor de Abascal, ni en sueños. Vale, lo pillo. ¿Pero pueden, por favor, explicarme por qué?
Lo entendería si la moción de censura tuviera alguna posibilidad de prosperar, pero lo cierto es que antes de que el líder de Vox pueda llegar al poder por el mismo tragaluz que utilizó Pedro Sánchez para colarse en Moncloa, el globo terráqueo dejará de girar sobre su propio eje. ¿Se va a abstener el PP de censurar a Sánchez solo para que no le digan que al hacerlo apoya algo que está fuera del alcance de las leyes de la naturaleza? Eso es lo que parece. A Casado le aterroriza que la trompetería mediática de la izquierda le señale coma avalista de la extrema derecha.
No se da cuenta —o sí, y el pirado soy yo— de que la condena al fracaso de la escaramuza de Vox es lo que le permite censurar a Sánchez sin que puedan acusarle, con fundamento, de estar postulando un recambio indeseable. Lo imposible no forma parte de la política. La política es el arte de lo posible, y lo único posible, dadas las actuales circunstancias, es que el presidente reciba el reproche mancomunado de los diputados que representan a la mitad de los electores. Pero al PP le preocupa más la equidistancia que la coherencia. No quiere que Ciudadanos sea el único en tierra de nadie.
Arrimadas también se equivoca al no apoyar la moción de censura, por las mismas razones que Casado, pero al menos puede decir que está tratando de ser un partido útil dándole a Sánchez la oportunidad de apoyarse en sus escaños para que los Presupuestos no salgan del horno al gusto de podemitas e independentistas catalanes. Menos da una piedra. Con Ciudadanos en la realpolitik y Vox en la grupa del caballo blandiendo la espada, ¿qué espacio le queda al PP? ¿El de la pirotecnia retórica? Más le vale hacérselo mirar.