Con la venia: Además de con una linda casa, Murcia nos recibió con un abanico de maravillosas novedades.
La primera dellas fue El Jardín. Amplio, hermoso, fragante, con cuidados parterres, aljibe, fuente de tres bandejas, pérgola y cenador, era un estallido vegetal como jamás viera yo antes.
Su media docena de palmas de Sagú eran más altas que mi padre, un limonero daba frutos dulces, había naranjos de güasintonas, mandarinos, manzanos, dos peros de Cehegin -gigantes en tamaño y perfume- rosales, jazmineros, malvalocas, hibiscos, el itamo real, -que luego resultó ser la ipecacuana- begoñas, geranios, claveles, yerbabuena, menta y yóquéséquémás. Teníamos en casa un verdadero oasis, y nos pusimos a disfrutarlo desde el primer momento.
Pronto comenzó también una, muy agitada, vida social para la familia y, porque yo aprendiera a estar con las Personas Mayores, mis padres decidieron llevarme en su compañía, siempre que fuera en horario prudente.
Mantenido a raya por las cejas de mi madre, que había tomado clases de fruncido con el mismo Zeus Tonante, conocí la ciudad en sus paisajes, y a personas que hablaban nuevo y gracioso. Panocho le decían a su parla.
Frecuentábamos bares inolvidables, como Santos, Dúnia, l’Horno, Ca l’Angelíco, o el Café Colón, desde el que se veía una pantalla enorme, sobre la azotea de un edificio próximo, donde la Cadena de Cines Iniesta hacía publicidad de sus estrenos, proyectando traylers apenas caía el sol.
Empezaron las comidas en Casa Perico, el Rincón de Pepe, Casa Barba, con su olor maravilloso a pastelicos de canne, que te hacía salivar a tres calles de distancia, algo que también ocurría con los aromas de Casa Pedreño y Ca’l Carretero.
Llegaron las tertulias en la terraza del Hotel Victoria, desde la que se divisaba La Viggén de los Peligrooóh, quéstá ‘ncimíca ‘lpuente, sabequéyo tecamelooó con fatíguícah ‘emuerteé. Allí, sentadico, mientras tomaba mi limonada, o mi chambi -mucho cuidadito con mancharse, Manolín- yo me aprendía, para silbarlas luego, las piezas que tocaban los músicos del cuarteto de cuerda que alegraba las tardes.
Al Casino mis padres me llevaban solo en ocasiones señaladas, tras leerme la cartilla y preguntármela salteada. Era una fiesta para mí, pero también un riguroso examen de modales, que por fortuna siempre aprobé con nota.
Asistíamos al cine no menos de dos veces por semana, y pronto fueron nuestros favoritos el Teatro Circo, el Rex y el Coliseum. Uno de mis juegos era contarle las películas a Conchita -la hija de Bernal, el guarda portero- que me aguantaba la pobre con increíble paciencia. La misma que derrochaba cuando me acompañaba a visitar el Museo Salzillo, donde yo dibujaba las figuras del magnífico belén, con bastante aprovechamiento.
Al poco tiempo de tanto entrenamiento visual, mis ojos eran el verdadero lápiz y mi memoria el auténtico papel en todo lo registraba: robaba por docenas las imágenes de caras, gestos, calles, jardines y edificios, mientras paseabamos la linda ciudad. Luego mi habitación se inundaba de bocetos, a mi madre se la llevaban los diablos por el desorden, y mi padre me corregía los trazos mientras se mondaba de risa.
Tal orgía de estímulos, mi necesidad de gestionarlos, y los vaivenes debidos al crecimiento, me estaban cambiando, y lo de ser un niño como que ya no me cuadraba mucho. Además me había fijado en Las Personas Mayores, en qué decían y cómo, y me moría de ganas de ser como ellos. Quería vestir pantalón largo, tener palabras nuevas, preguntar sin ser preguntado y que se me contestara. Quería ser un Mayor.
Y, naturalmente, empecé a comportarme con maneras más atrevidas, audaces y osadas, todo bravo yo. Y con cierto éxito al principio. Claro que al poco, aprendí que el atrevimiento se paga caro, y que la curiosidad mata al gato. La semana que viene os cuento como fue aquello.
B.S.R.
Será bueno hoy escuchar La Suite del Gran Cañón -que entonces sonaba en la radio a veces- y que fue el primer disco que se compró para el Melodial Holiday que nos regaló mi tío Manolo.
Manolodíaz