Un tiberio del repijo ( 3 )

Un tiberio del repijo ( 3 )

Con la venia: A más de media Murcia se le quebró la siesta aquella tarde del Corpus. Los hombres, espantados, saltaron de la cama para asomarse a las ventanas. Las mujeres se abrazaron a las almohadas.

 

Recuerdos crueles se hicieron puro presente, y en los cogotes los pelos se volvieron púas. Cada vello era una espina, cada pestaña una astilla. La memoria se mudó en agujas, y los cuerpos en acericos.

Nerviosos dientes mordían unas uñas que habían crecido de golpe. Quién lloraba, quién se orinó encima, quién, con el cuerpo descompuesto, corrió a vomitar, o lo que fuera, en donde buenamente pudo. El miedo se hizo carne y habitó la ciudad.

En la Subsidiaria de CAMPSA, Bernal, el guarda -y toda su familia- aparecieron corriendo hacia la puerta de los vestuarios, con las manos en la cabeza, y gimiendo aypordióh, pordióh, pordióhsánto.

Mis padres, vestidos evidentemente a toda prisa -seguro que estaban de amores- bajaron con una misma expresión en sus caras; parecían hermanos gemelos. Ambos estaban inquietos, pero resueltos a combatir con lo que viniera.

Reunidos todos en el vestuario, la voz de mi padre ordenó silencio y calma. Luego le hizo un gesto a mi madre, indicando que se hiciera cargo de mi persona. Miró con atención a su alrededor, leyó la realidad, soltó un ¡Joé!, y empezó a preparar respuestas.

La primera autoridad subalterna en llegar fue una pareja de los Civiles, de guardia en la Estación de Renfe, pared por medio con la Subsidiaria. Entraron -armados con los naranjeros, creo recordar- por el portón de entrada de cisternas, atravesaron corriendo el patio de camiones, saludaron de cualquier manera y se pusieron a disposición. Temblaban como un perro chico mojao.

Casi de inmediato, por la puerta principal, apareció otra pareja, pero esta de la Secreta, con mucho alarde de placa y bulto, y el morro bien prieto. Mi padre los recibió, y haciendo un aparte, intercambiaron frases que no oímos los demás, pero hubo acuerdo.

Se destacó a uno de los guardias, para que quedara en puerta con Bernal, con orden de impedirle la entrada a quien no fuera uniformado. Los demás seguimos a mi padre a la oficina, donde los Secretas empezaron con sus llamadas a Comisaría, y los Civiles con los eternos partes por escrito.

Desde su despacho, y como Jefe de la Instalación, mi viejo afrontó la tarea de informar a las Autoridades Gubernativas, dando explicaciones detalladas, y excusas por todo lo alto. Que yo sepa, fue la primera vez que un Gobernador Civil -y Jefe Provincial del Movimiento- se cagó en el padre del hijo de mi padre teniéndolo al teléfono, pero la verdad es que no había para menos. El susto había sido morrocotudo; por tanto la bronca que se desató fue superheterodina.

Con el Alcalde, las cosas fueron un poco mejor, que ambas familias nos conocíamos de frecuentar el Hotel Victoria y el Dunia. Don Arturo Torrecillas comprendió, medió con el Muy Señor Gobernador que retiró el exabrupto, y las relaciones se calmaron con las horas y la ausencia de peligro.

Al día siguiente, La Verdad y Línea, con un sucinto comentario, postularon la versión de una avería, que nadie se creyó aunque hicieran como que sí. Pero lo decía la Prensa Oficial y no había más paqué.

En los bares se barajaba la comisión de acto de gamberrismo, pero no caló la idea, porque a ver quien carajo se atrevía a tanto en aquellos tiempos. ¡Éngayá quéícehtú, tonto’lpijo, noyaigüevos pa’eso!, se respondía a la sugerencia.

También se susurró si no sería una intervención del Maquis, pero no era tierra dellos, que se daban mucho más al norte. Encima era mejor que no te oyeran hablando deso.

Yo no recibí ni un azote físico. Pero la filípica de mis padres sobre la prudencia y sus ventajas, se me grabó, mudando mi conducta a la hora de hacer experimentos. Aún conservo aquellas enseñanzas y las aplico con cuidado exquisito.

También ocurrió que, como algunas verdades no se pueden ocultar del todo, dejé de ser Manolín, para convertirme en el jodío crío ese -qu’és más malo que la carne ‘epescuezo- el bizcacha cabronsico, o l’hihoputa ‘lniño ‘lhefe, según quien hablara de mí.

Así pues mi vida cambió para siempre, total porque una tarde aprovechando las horas de calor y sesteo, me colé en los vestuarios, coloqué una silla junto a una mesa, que previamente empujé hasta debajo del cuadro eléctrico, tras lo que me subí al mármol, abrí las puertas y, empuñando el machete que yo me sabía, hice sonar por tres largas veces la sirena, reproduciendo la alarma de bombardeo que todo el mundo tenía, aún, clavada en el alma.

B.S.R.
Aníyoh deóro, lú sessita demí corasón, cantaba Antoñita Moreno, con aquella voz suya que me retenía embobao junto a la Telefunken modelo Bahía.

Manolodíaz