Un plátano envasado.
Hace tiempo que el progreso perdió su principal objetivo: que los seres humanos (todos) tuvieran una mejor vida. Es la codicia el verdadero propósito, un rodillo que arrasa con lo que sea. La investigación y la industria persiguen perpetuar el imperio del poder económico con la voracidad de los tiburones.
Tras la revolución industrial han sido muchos los ejemplos de cómo iniciativas, descubrimientos o inventos que en ese momento se consideraron grandes avances para propiciar modelos de vida más cómodos, con el tiempo se han convertido también en grandes problemas para la humanidad y para el planeta.
Cuando se abrió el primer restaurante de hamburguesas servidas de forma rápida, tal vez nadie pensaba que ese estilo de comida sería la causa de muchas enfermedades y muchas muertes. Más tarde, cuando ya se constató su carácter perjudicial, incluso letal, los imperios construidos no solo no estaban dispuestos a desmoronarse, sino que buscaron fórmulas de marketing para ampliar la adicción, física o psicológica, a este estilo de alimentacióny se enfocaron en los niños.
El invento del plástico fue revolucionario. Se abría un abanico enorme de posibles usos. Aunque son numerosos los beneficios que ha aportado, nadie previó que su gran perdurabilidad sería la causa de que tierras y mares estén repletas de plásticos, cuyas partículas también se encuentran ya en los organismos de animales y de humanos. Ahora la industria química es tan poderosa que ningún gobierno se atreve a tomar medidas legislativas drásticas para prohibir la producción de plásticos de usar y tirar. Si no consumiéramos productos envasados en plástico, no se fabricarían; pero esta vía de solución hoy por hoy es una quimera o, al menos, una fórmula insuficiente. La concienciación ciudadana es lenta, ya que se consigue, sobre todo, a través de la educación y de campañas publicitarias que, aunque existan, quedan contrarrestadas por otras, mucho más numerosas y agresivas, que incitan al consumo. Las grandes empresas de distribución no están dispuestas a que sus ventas caigan si el cliente tiene que traer, como antaño, sus propias cestas, sacos de tela u otros recipientes respetuosos con la naturaleza, o los cascos retornables de vidrio. Por eso nos encontramos con medidas tan aberrantes como comercializar un plátano envasado en una bandeja de poliespán y filmado con plástico, en aras de la comodidad que ayuda a la venta, sin considerar para nada las consecuencias. Bien podría el símbolo esperpéntico de este progreso mal concebido.
La deslocalización del comercio obliga a embalar los productos que serán consumidos lejos de los lugares de origen, incluso en otros continentes: más residuos, además de la contaminación que provoca el transporte.
En el llamado tercer mundo, donde la recogida de basuras es casi nula y la sensibilización por el reciclaje muy pequeña, las cunetas de las carreteras están invadidas de plásticos, latas y cartones, formando una capa continua que no deja ver el suelo. Lo he observado en distintos países, el último Guatemala, donde volví a constatar como el ser humano desprecia su entorno y no le importa vivir entre residuos. Pero no hace falta salir del equivocadamente llamado mundo civilizado para encontrarse con conductas similares: los caminos rurales y las cunetas de las carreteras de nuestra provincia están repletas también de estos desechos, muchos de los cuales solo dejan de afear nuestras tierras cuando las lluvias los arrastran a los ríos y barrancos para terminar en el mar. Y todavía no ha habido ningún político que se haya decidido a extender la limpieza más allá de los límites de las ciudades o pueblos; aunque gran parte de nuestras vidas las pasemos circulando por esos lugares.
La invención de los motores alimentados con combustibles fósiles fue una revolución para la industria, para el transporte y para la sociedad en general. Nadie pronosticó que el mundo se llenaría de artefactos metálicos rodando por las carreteras, cruzando los océanos o volando por los aires, además de construirse millones de factorías, todos ellos desprendiendo gases que no son inocuos. El efecto invernadero, acuciado en los últimos años a razón de una progresión geométrica, ha provocado un calentamiento del planeta tanto en el aire como en los mares que tiene unos efectos globales y concatenados desastrosos. Y seguro que no conocemos todavía la mayoría de ellos.
No contentos con machacar el planeta Tierra, nos lanzamos al espacio para llenarlo de satélites artificiales que terminan convirtiéndose en basura espacial. Pero no queremos renunciar a una telefonía más potente y eficiente. Y esta industria no se conforma con que mantengamos nuestros dispositivos durante demasiado tiempo y provoca la obsolescencia forzada de estos aparatos; a pesar de que también estemos llenando el mundo de elementos electrónicos y aunque se necesiten minerales muy escasos y costosos de extraer para fabricarlos. Ahora queremos explorar el polo sur lunar para aprovechar el agua congelada que parece ser que hay allí. Puede servir para producir oxígeno e hidrógeno que se use como combustible. De nuevo el ser humano, como plaga destructiva, invadiendo espacios sin pensar en las consecuencias, con el pretexto del progreso para vivir mejor.
Las aguas —da igual de qué continente o de qué mar— están contaminadas de medicamentos, muchos de ellos ansiolíticos, o de restos de drogas, porque, como resultado de este progreso mal diseñado y mal ejecutado, las personas vivimos existencias angustiosas, alienadas, desconectadas de la naturaleza y muchas veces vacías. La industria farmacéutica, otro poderoso lobby, ejerce una interesada influencia sobre el mundo científico, de tal manera que no sabemos hasta qué punto no interesa erradicar algunas enfermedades. En el momento en que la ciencia pierde su independencia y funciona bajo la presión de una oligarquía económica, la desconfianza está servida.
La velocidad y la comodidad son aspectos a los que no estamos dispuestos a renunciar, aunque con ello estemos provocando un suicidio lento, pero constante, de esa misma comodidad que ansiamos. Porque pronto los perjuicios que ocasiona el progreso van a ser superiores a los beneficios.
Como decía el cantante brasileño Roberto Carlos al finalizar su canción “El progreso”: “yo no estoy contra el progreso si existiera un buen consenso, errores no corrigen otros, eso es lo que pienso”. Han pasado casi cuarenta años de esa canción y hemos ignorado ese mensaje creando una compleja y deshumanizada sociedad artificial que no deja de agredir al mundo y a sus habitantes.
Este artículo se haría interminable si abordo otras formas en las que el progreso no ha previsto o no ha querido prever las consecuencias sobre el medioambiente y sobre los propios humanos: la expoliación por parte de Occidente de los recursos en África, donde se permite la esclavitud de la era moderna para extraer materias primas (entre ellas coltán, uno de esos minerales necesarios para la elaboración de teléfonos móviles, que he mencionado antes); la agricultura basada en fertilizantes y pesticidas químicos; las maniobras geopolíticas para generar conflictos bélicos con cualquier pretexto, pero con verdaderos fines económicos; la explotación infantil para la industria y el comercio, y muchas más.
Los que tenemos la suerte de vivir en países desarrollados, disfrutamos del progreso con una visión cortoplacista y no pensamos en nuestros descendientes ni en que gran partede la humanidad—yo diría la mayoría— es víctima de las consecuencias de este progreso ciego sin poder disfrutar de él.
Todo lo mencionado puede parecer catastrofista mientras no nos veamos afectados de forma cercana por un incendio forestal inapagable, una pertinaz sequía, una enfermedad grave fruto de la alimentación contaminada, una inundación, una hambruna, un trabajo precario e inhumano o una guerra. Tengamos por seguro que en este instante, mientras tecleo el ordenador, son millones de personas los que están sometidos a alguna de esas circunstancias, muchas de ellas causadas por el progreso.
Si no existiera ese concepto parcial, egoísta e irracional del progreso, se podría utilizar la ciencia y la tecnología para que toda la humanidad, no solo una parte a costa de la otra, alcanzara niveles de vida dignos sin destruir el resto de vida terrestre. Como no hemos sido capaces de conseguirlo, vivimos en un mundo cómodo para algunos, pero injusto con la naturaleza, con los otros animales que nos acompañan en la superficie del planeta y con muchos de nuestros propios hermanos de especie.
De vez en cuando se ve algún indicio de luz al final del túnel. Esta semana la población ecuatoriana ha decidido en un referéndum dejar enterrado el petróleo del subsuelo de la amazonia de su país para preservar el bosque y el modo de vida de los indígenas. Leer la noticia me llenó de alegría y de esperanza, más aún porque he visitado dos veces la selva amazónica, una de ellas en Ecuador, y sé que cuenta con el ecosistema más complejo y rico del planeta. Este hecho supone una muestra de que, si se permite al pueblo opinar, la razón puede vencer al sinsentido patológico de los actores políticos y económicos de este enloquecido mundo.
Vicent Gascó
Escritor y docente.