Pa’casita yendo

Pa’casita yendo

Con la venia: rindo el servicio de hoy.

 

Doy las novedades, recojo mis pilchis y marcho. No más pisar la calle enciendo un vueltabajo, y acomodo las piernas a un paso calmo que me lleve al descansadero de costumbre.

En la plaza Herrero -la de los mil y un buses- tropiezo con unos ojos soberanos. Enmarcados por un hiyab, me dicen todo lo que quisiera creer, y me preguntan mucho más de lo que puedo contestar.

Estas dos lunazas negras que me miran, señorean una linda nariz aguileña y una boca de prodigio, seguramente dibujada por un djin. El caso es que me sonríe. La saludo, tocando el ala de mi panamá, y sigo rumbo hacia El Cebolla.

Este es un bar de muchas capas, como su propio nombre indica. A excepción de unas escasas y muy ricas empanadas de carnitas y de pollo, y unas excelentes aceitunas aliñás, no hay tapas, solo ofrece bolsas de papas y pasto chatarra infantil.

A cambio tiene una maravilla; la birra frejjquita es para los clientes de paso, pero a los habituales nos la sirven con escarcha. Como en el Paraíso.

Me apestillo en la barra, trinco el periódico, y acometo el cruci. Mientras relleno las casillas y siroto el quinto bendito me llega el rumor de la sala, donde un centón de jubilatas carrasposos le pegan al naipe entre descafeináos tocaos.

Más que nada lo hacen para poder discutir con sus parejas de juego, indignarse de una carta fallada, o bramar por un conteo de tantos mal resuelto. A sus años no se puede ser más feliz.

Allá al fondo, cuatro bigardos -que al taco llaman palo- hacen que juegan una partida de chapó. No embocan en las troneras ni por esa estadística cansina que se llama casualidad. Solo mudan de lugar unas bolas tristes y escantillás. Pero celebran los fallos con alegría y tragos. Es bueno verles la afición y los pezuñazos.

Un mozo grillo -formidable de cuerpo y sonriente de cara- se lee el Marca, mientras vigila de reojo a dos jovencitas, sin duda hijas suyas, que juegan sentadas cerca dél.

El rito del juego son palmadas cruzadas que se dan las muchachas en las manos, riendo cuando se equivocan.

Pronto la de más edad se cansa, pero la pequeña quiere fiesta y tiene recursos; arrodillada en el suelo, puntea con un dedo en las sandalias de la grande, y canturrea: zápatito blán có, zápatito á zúl, diíme zapatíto, queáños tienesstú.

La mayor se inclina, y comentan entre ellas algo que no alcanzo a entender. Será chelja lo que hablan, o suajili, o papiamento, me digo. Pero al final se acusan de tramposas en perfecto castellano. Mucha risa se dan las dos.

Listo el cruci al tercer quinto, me pido dos más por completar el litro, porque la pareja que regenta el bareto ha de pagar el IBI, y porque me gusta contribuir a la continuidad de algunos bares.

También, según costumbre, dejo los cobres del cambio para el cerdito, solicitando las morcillas que traiga San Martin, y se me prometen varias ristras.

Es una broma que nos gastamos la dueña y yo. Sé que las propinas en esta casa se dedican a ayudar en los estudios de la aplicada retoña.

Ya en la calle, prendo el megote que me sobró del vueltabajo y suelto un humo tranquilo, olvidando las chispas que me trajo el día.

En la puerta de mi quierito, me salta a la boca una estrofa vieja, y la canto por lo bajini mientras busco las putas llaves.

¿Adónde irá ese barquito
que cruza la mar serena?
Todos dicen que a Almería.
Yo sé bien que a Cartagena.

B.S.R.
Pues eso; las Carceleras del Puerto, en la voz de Antoñita Peñuela, serán el comentario musical de hoy.

Manolodíaz.